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Proyectos y defensa del territorio

Domingo 24 de mayo, 2009.
02:44 am
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Por Gustavo Esteva/ Revista Topil V

 

 

presachicoasenthumbOaxaca, México.- Los “megaproyectos” tienen presencia aparatosa, casi espectacular, pero sólo son una manifestación menor de una estrategia obsoleta y devastadora del gobierno mexicano y el capital transnacional, que atenta contra el patrimonio natural y social del país.

 

Hace tiempo el país se puso en venta, a espaldas de sus legítimos dueños. Hoy estamos en la etapa de entrega de la mercancía. La operación fue empacada como “neoliberalismo”, con un proyecto que tenía dos pilares:

 

           Entregar a corporaciones privadas el patrimonio público y librarlas de la supervisión pública. La privatización y la desregulación implicaban dar marcha atrás a avances logrados a partir de la revolución de 1910. El aparato público que se puso en venta se caracterizaba por la corrupción y el clientelismo, en manos del pri-gobierno, pero aún así cumplía funciones sociales importantes.

            

           Entregar a corporaciones privadas el patrimonio familiar y comunal. El desmantelamiento de las protecciones legales e institucionales conseguidas también a partir de 1910, que permitieron a millones de mexicanos formar un patrimonio y asegurar con él su subsistencia autónoma, tenía el propósito de obligarlos a vender ese patrimonio y a ofrecerse como mano de obra en un mercado de trabajo cada vez más exiguo. El gesto más significativo del desmantelamiento fue la reforma constitucional de 1992 que hizo posible lanzar al mercado la tierra ejidal y comunal. El ejemplo más claro de sus consecuencias es el trabajo semi-esclavo de las maquiladoras del norte de la República.

 

El proyecto, asociado con políticas como el libre comercio y la disciplina fiscal, se presentó al público como estrategia de desarrollo económico y social.

 

Se aprovechó mediáticamente el inmenso desprestigio de la burocracia, cuya ineficiencia, corrupción e incompetencia eran bien conocidas. Se planteó que el “mercado”, es decir, el gran capital transnacional, cumpliría las funciones que el aparato estatal estaba siendo incapaz de cumplir con eficiencia.

 

Dentro de esa estrategia, los “megaproyectos” se presentaron como inversiones públicas para impulsar el desarrollo y como obras públicas de modernización que traerían todo género de beneficios a la población. En realidad, cada “megaproyecto” se propone un despojo específico, que atenta por igual contra el patrimonio natural y social –el suelo lo mismo que el subsuelo, la tierra y el agua, las selvas y los bosques, las personas mismas, todo queda expuesto para que la inversión pública respalde a las corporaciones privadas, generalmente transnacionales, que son las beneficiarias del despojo.

 

Esta orientación de la política del gobierno implicó abandonar muchas funciones públicas. Algunas, como los servicios de educación y salud, buscaban ampliar el acceso a ellos para quienes no pueden cubrir el costo de los servicios privados equivalentes. Otras, como la regulación pública de las actividades privadas, trataban de proteger al capital de sus propios excesos y así evitar mayores daños a la sociedad y a la naturaleza.

 

El enfoque se adoptó universalmente. Creó en todas partes inmenso descontento y todo género de desastres naturales y sociales. Como es uno de los principales factores de la crisis actual, gobiernos de todo el mundo se vieron obligados a abandonarlo. El de México, sin embargo, se mantiene tercamente aferrado a él.

 

El llamado Consenso de Washington, que definió las políticas del neoliberalismo, fue abandonado en el informe de 2007 del Banco Mundial, uno de sus principales promotores. Lo enterraron los presidentes latinoamericanos en El Salvador a finales de 2008. En Londres, en abril de 2009, el grupo de 20 países que representa 85% de la producción mundial organizaron el funeral, que continuó en la Cumbre de las Américas. Pero el gobierno de México no parece darse por enterado.

 

Tampoco se ha dado cuenta que el desarrollo que pregona ha sido un instrumento colonial, concebido por Estados Unidos como emblema de su hegemonía. El 20 de agosto de 1949 el presidente Truman acuñó la expresión “subdesarrollo” para subordinar a la mayoría de los habitantes del planeta y poner a todos en la cola de quienes tratan de tener el modo de vida estadounidense, que se presentó como ideal universal de la buena vida.

 

Esta meta carece de sentido y factibilidad, pero dominó la mentalidad popular y la ideología de las elites por varias décadas. La crisis de los años ochenta, “la década perdida para el desarrollo en América Latina”, detonó un amplio despertar. En vez de seguir tratando de lograr aquella meta ilusoria, millones de personas recuperaron su propia definición de la buena vida y concentraron su empeño en retomar su propio camino, con autonomía.

En estas condiciones, ante la amenaza cada vez más grave que representan los megaproyectos y la política general del gobierno, millones de personas han tomado la iniciativa de defender sus territorios. Se trata de una mutación política de enorme importancia. Va más allá de la estratégica lucha por la tierra, que expresaba la disputa por la propiedad para crear espacios comunales que permitieran construir la subsistencia autónoma. Va también más allá de la mera lucha reivindicativa, cuando se exigen al capital y al estado mayores salarios, más recursos y servicios públicos, mejor atención.

 

La defensa del territorio no es una simple demanda al estado. Es la afirmación de la soberanía popular, establecida en la Constitución. Expresa la convicción de que no es posible confiar en los burócratas o en el mercado para poder subsistir y que la gente puede gobernarse con autonomía. La definición misma de la buena vida y la forma de alcanzarla se dejó por muchos años en manos del estado y del mercado. La constatación de que tanto uno como otro se ocupan sólo de sus propios intereses, destruyen continuamente a la Madre Tierra y profundizan la injusticia, impulsa en todas partes esta iniciativa soberana que recupera para la gente esa cuestión fundamental.

 

La defensa del territorio toma una variedad de formas en Oaxaca y el país. Unas veces se define como confrontación contra explotaciones mineras o forestales. Otras veces aparece como lucha contra una presa, una carretera, un desarrollo turístico o un conjunto de viviendas. A veces es lucha por el suelo y por el agua o decisión de impedir un programa público, como el de certificación de derechos ejidales y comunales –que es un truco para dividir a las comunidades y facilitar el despojo de la tierra. Se trata siempre de la afirmación soberana de derechos y libertades sociales fundamentales.

 

Frente al inaudito descaro del capital y el estado, que siguen dañando irresponsablemente el patrimonio natural y social de los mexicanos, se afirma el único remedio eficaz: la dignidad.

 

 

 

 

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