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Sin derecho a fianza/Iturbide y la Iglesia, consumadores de la Independencia

Lunes 03 de octubre, 2011.
10:10 am
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Juan Manuel López ALEGRÍA/Primera parte Oaxaca, México.- Sin la intervención de Napoleón Bonaparte, quien sometió a España en 1808, el inicio de la Independencia de México de habría retrasado; y después, sin Agustín de Iturbide y  el clero novohispano, tal vez la lucha armada, que agonizaba luego de la muerte de Morelos en 1815,  también  habría fenecido en poco tiempo. Si bien es cierto que las condiciones para la mayoría de indígenas, negros y de castas de la Nueva España eran terribles, la idea de emancipación tuvo orígenes menos piadosos que como se nos ha hecho creer. Entre 1750 y 1800 hubo grandes transformaciones en diferentes ámbitos del virreinato, lo que creó una mejoría económica, ampliando la riqueza en la clase criolla. Se hicieron más ricos, pero no más poderosos. Todos los cargos importantes estaban reservados para los nacidos en España, incluidos los clericales. Miguel Hidalgo estaba convencido que había sido designado a esa pobre parroquia porque no era nativo de España.  Los inquietos criollos también se percataron que la Corona española sólo se preocupaba por ella, y ya que la colonia era autosuficiente, sus logros serían mayores sin la tutela, así que la idea independentista comenzó a fraguarse antes de 1810.  Ese auge económico, aparte de los criollos, creó nuevos ricos: agricultores, empresarios, industriales, hacendados, mineros, que no encontraban cabida y generalmente, eran rechazados por el sistema. Como explican Enrique Florescano e Isabel Gil Sánchez: “Así, las trabas sociales creadas por la pertenencia al grupo dominante y el color de la piel, en lugar de aligerarse, se hicieron más inflexibles como respuesta a las pretensiones de ascenso de los nuevos grupos que amenazaban el monopolio de la oligarquía”.   La Iglesia, rica desde siempre… Muy poco  sufrió la iglesia católica después de su nacimiento, porque desde que el emperador Constantino decidió imponer esa religión con el Concilio de Nicea en 325 (se hizo oficial con Teodosio en 380), ella se apropió del mundo latino, pues gracias al Imperio romano, el cristianismo se implantó en casi todo lo que se llamaría Europa. Como era menester que la Iglesia aprobara y coronara a los reyes y emperadores, tuvo a veces más poder que  los monarcas (y su visión sobre la riqueza no fue sólo espiritual). En la Nueva España, todos los que tenían negocios y sufrían crisis, obtenían créditos de la Iglesia, que era la más rica empresa de la amplia América. Según Lucas Alamán, la mitad de los bienes raíces de  la Nueva España eran de ella. Su riqueza procedía de tres fuentes: rentas de sus propiedades del campo y ciudad; del famoso diezmo, y la principal, radicaba en capitales  impuestos a censos redimibles (cuando se recibe alguna cantidad por la cual se ha de pagar una pensión anual, asegurando dicha cantidad o capital con bienes raíces) sobre propiedades de particulares. Para Luis Villoro, Las propiedades del clero se estimaban  de tres a cinco millones, y administraba, hasta 45 millones por concepto de “capellanías” y “obras pías”. “Cada capellanía, cada cofradía era una especie de banco. Prestaba a los hacendados, a los industriales, y a los pequeños comerciantes fuertes capitales a un interés módico y a largo plazo.”  También controlaba muchas propiedades rurales mediante hipotecas. Las rentas de la Iglesia y las particulares de los curas estaban exentas de contribuciones. La colonia pagaba mucho en impuestos a la Corona española. Por eso, la Iglesia novohispana resintió tanto que en 1798 se estableciera un impuesto especial sobre las inversiones de la  Iglesia en que se le obligaba a financiar a las constantes guerras de la Corona. Protestaron sus representantes pero en vano, en lugar de dar marcha atrás les mandaron un golpe artero: en diciembre de 1804 por decreto real se ordenaba la enajenación de todos los capitales de capellanías y obras pías. El decreto también exigía que se hicieran efectivas las hipotecas vendiendo las fincas de crédito vencido y mandar el dinerito para España. Esa medida ya se había aplicado en la península española. Según un obispo de la época, esa suma sería como “más de dos tercios del capital productivo o de habilitación del país”. El coraje clerical fue enorme. Pero, no se pudo hacer nada: se entregaron a las arcas españolas  de diez a doce millones de pesos: claro (como ahora con Hacienda), nomás declararon la cuarta parte de su capital en la realidad. Después, ya con José Bonaparte como rey, en enero de 1809 se cancelaría el decreto. Igual que como ocurría con los criollos o los nuevos ricos, donde los peninsulares eran privilegiados,  los beneficiarios de la riqueza eran los del alto clero. Hay que recordar que la carrera eclesiástica (así como la milicia y las leyes) eran muy socorridas por los criollos pobres o venidos menos (¡cómo iban a trabajar los descendientes de los conquistadores!),  así que aquí había también muchos descontentos. Tal vez por eso se cobraban a lo chino Los Archivos del Juzgado General de Indios, están repletos de pruebas contra los curas de los pueblos. (Casos citados por L.B. Simpson, en Muchos Méxicos). En 1629, el Juzgado investigó al cura de Suchitepec, Oaxaca, acusado de exigir dos reales a todos los hombres casados de su parroquia para pagar misas en fiestas religiosas, so pena de ser azotado y expuesto en la picota. En 1631, se juzgó al cura de Cuescomatepec (sic), Veracruz, porque obligaba a sus feligreses a llevarle diario dos gallos, dos gallinas, dos velas de cera, dos almudes de maíz, un real de manteca y chile, dos reales de leña, veinte cargas de heno (por valor de diez reales).  Además pedía dos indias para hacer tortillas, un joven para cuidar sus quince caballos y un indio para trabajar en la cocina. Cobraba un real para misas a los casados y  a los solteros medio. Puso un impuesto de cinco pesos semanales para vino (se nota que le gustaba consagrar seguido).  Aparte, forzaba a los indios a trabajar gratis en los terrenos de la Iglesia y si se quejaban les daba de propina fuertes palizas, cepo y prisión. Este enviado de Satanás, precursor de los changarros,  además pidió prestado a una cofradía y no pagó.  En 1654, el cura de Calpan, Puebla, le pedía a cada indio una carga de heno y tenían que confesarse en la Cuaresma a dos reales por cabeza. Un día, un indígena no entregó la limosna; el cura lo colgó y azotó en el templo. Otro más murió de la paliza que le decretó, y lo más hermoso: el pueblo tuvo que pagar al cura  diez pesos para el entierro (se cobraba cuatro pesos). Y fueron miles de casos.   El amante trágico Después de la muerte de Carlos III, ascendió al trono su hijo Carlos IV (1788 a 1808). Llamado el “cazador”, que para algunos historiadores fue un débil mental. Por lo menos fue un pusilánime, ya que dejó el gobierno en manos de su esposa  María Luisa de Parma y de Manuel Godoy, quien se dijo era amante de la reina. Si no lo fue, de todas maneras tuvo el poder para cambiar el destino español Para empezar, luego de la Revolución francesa, en 1793, España, de manera insensata entró a la alianza para vengar la muerte de Luis XVI. Sufrió derrota tras derrota hasta llegar a un deshonroso tratado que Napoleón le hizo firmar a Godoy en 1795. España se alió a Francia en la guerra contra Inglaterra, Godoy puso la armada española  en manos de Napoleón que los ingleses destruyeron en Trafalgar en 1805. En 1807 con el tratado de Fontainebleau, para repartirse Portugal, al que España había declarado la guerra en 1801, permitió el paso de tropas francesas por territorio español y fue preludio de la invasión napoleónica. Hubo varios pronunciamientos sobre la presencia gala y contra Godoy que culminó con la abdicación de Carlos IV en la persona de su hijo  Fernando VII en 1808. Napoleón (ya emperador desde 1804)  secuestró  en Bayona a padre e hijo e impuso como rey de España a su hermano José Bonaparte, quien pasaría a la historia por su afición, como “Pepe Botella”,  y así, España se incendió de fervor patriótico y comenzó una lucha, que beneficiaría la independencia de los criollos y  a su Iglesia novohispana. Y desde ahí, la Iglesia participaría en casi todas las guerras mexicanas del siglo XIX y en Cristiada del XX.
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