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Juan Manuel LÓPEZ ALEGRÍA/Segunda y última parte

Lunes 21 de noviembre, 2011.
10:36 am
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Juan Manuel LÓPEZ ALEGRÍA/Segunda y última parte Oaxaca. México. Hay quien añora los tiempos de don Porfirio. Quien anhela  traer sus huesos a México. Quienes quisieran aquella “pax porfiriana” que mantenían el ejército y los rurales. Hay quien desea vivir aquella edad de oropel, como en las películas que hizo Joaquín Pardavé. Pero ahora, no alcanzaría el oro para tantos, como no alcanzó en esa época más que para unos pocos. Lo bello de ese tiempo fue trasmitido por quienes disfrutaron de las mieles, no por los millones que andaban en harapos, laboraban 15 o más horas diarias y no podían siquiera mirar a los ojos al hacendado. “Si la dictadura de don Porfirio significaba la vuelta de la Edad de Plata para los criollos y el clero, para el extranjero fue la Edad de Oro”, señala Lesley. B. Simpson. Un sistema parecido al feudal permaneció junto al capitalista. El gobierno favoreció a los seis mil dueños de haciendas cuyas extensiones fluctuaban de las mil a millones de hectáreas. Y con el “Derecho de Pernada” continuó el abuso de doncellas. La ley de baldíos de 1894 declaró ilimitada la extensión de tierras adjudicables y suprimió la obligación de colonizarlas. Las compañías deslindadoras hicieron descomunales haciendas con las tierras sin dueño y con las privadas sin títulos. Propietarios sin papeles fueron echados. “Vastas extensiones de terreno, vendidas a vil precio, que fluctuaban entre uno o dos pesos la hectárea en las regiones del interior y unos cuantos centavos en las costas y extremidades despobladas del territorio, originaron nuevos dominios que se diferenciaban de los antiguos únicamente porque estaban destinados a fomentar la explotación productiva del suelo”.  Dice Ralph Roeder.  Si los mexicanos con ciertos recursos o amistades cercanas al dictador se inflaban de dinero, los extranjeros eran reyes. Eran raros los negocios, fábricas o minas de los gringos que resultaran afectados por huelgas; para eso estaban prestos los rurales y el ejército. México era una colonia extranjera, casi estadounidense. “Mátalos en caliente” Don Porfirio (quien al principio se jactaba de su sangre india) casi regaló a los especuladores extranjeros y a sus íntimos, casi cinco millones de kilómetros cuadrados de tierras nacionales. Asimismo lo convencieron de “colonizar en propiedad” las tierras que conservaban los indígenas. Muchos protestaron, como los mayas o los yaquis, los defensores del pueblo, los rurales y los soldados (de mayoría indígena también, gracias a la “leva”) los masacraron, y a los prisioneros se les vendió como esclavos para cultivar el henequén en Yucatán y el tabaco en Valle Nacional, en Oaxaca. De eso da cuenta muy bien J. Kenneth Turner en su libro “México bárbaro” Al final del porfiriato, menos del diez por ciento de las comunidades indígenas eran dueñas de la tierra en que vivían, por eso insistió tanto Zapata. Pero Porfirio ya no era indígena, Carmelita lo había cambiado; le gustaba todo lo francés, hasta se ponía polvos en la piel para “hacerse” blanco. Y muy pocos podían criticarlo. Quebró muchos periódicos (como el Monitor Republicano o El Siglo Diez y Nueve)  porque “El Imparcial”, subvencionado, se vendía a un centavo. Filomeno Mata, director del Diario del Hogar, estuvo más de treinta veces en la cárcel. Otros periodistas murieron en San Juan de Ulúa, donde también pereciera el bandido amado por el pueblo: Jesús Arriaga, “Chucho el Roto”. Ni qué decir de la Cámara de diputados. Don Porfirio le llamaba “mi caballada”. Según Carleton Beals, por 1892: “Los diputados eran seleccionados por el mismo presidente. Ni siquiera las credenciales eran emitidas por el colegio electoral legal […] primero venían los familiares del presidente, su hijo, yernos, sobrino, suegro, Porfirito […] Después venían los parientes de los generales, los de los secretarios del gabinete y los de los gobernadores […] por último se acomodaban a los niños finos, los consentidos de Carmen, de sus amigas y del arzobispo […]”. Pobre México… tan cerca de Los Estados Unidos Don Porfirio se aferra a gobernar con los mismos: los “Científicos”, que en general eran de su edad o un poco menos viejos. Por eso los jóvenes que también desean del pastel, enumeran sus fechorías: Lo acusan de extranjerismo desmesurado; “le achacan la venta a 28 favoritos de unos 50 millones de hectáreas de tierras maravillosamente fértiles para que fueran traspasadas a las compañías extranjeras; la entrega, por un plato de lentejas, de la mitad de Baja California a Louis Huller; la cesión a Hearst, “casi por nada”, de tres millones de hectáreas en Chihuahua; el casi regalo de terrenos cupríferos al coronel Greene en Cananea”, como apunta Luis González. También de “la escandalosa concesión de la región del hule a Rockefeller y aldrich; la venta absurda de los bosques de México y Morelos a los gringos papeleros de San Rafael; la venta a compañías norteamericanas de negociaciones mineras en Pachuca, Real del Monte y Santa Gertrudis”. Así como de modificar el código minero para favorecer las propiedades hulleras de Huntington; el monopolio metalúrgico de los Guggenheim; concesiones personales al embajador Thompson para organizar la United States Banking Co. y el Pan American Railroad; las empresas petroleras de lord Cowdray y, el hecho de que, en la capital, de 212 establecimientos comerciales sólo cuarenta fueran de mexicanos. Y se escaparon muchas otras de antes y después.; como la serie de contratos que Porfirio Díaz otorgó a S. Pearson & Sons entre 1889 y 1905 para obras públicas importantes y de gran envergadura: el Gran Canal del Desagüe en el valle de México; las obras portuarias de Veracruz, Salina Cruz y Coatzacoalcos, así como el Ferrocarril Nacional de Tehuantepec. Con esas ganancias, Pearson adquirió (por compra o arrendamiento) hasta 400 mil hectáreas de terrenos mexicanos, clave para sus múltiples exploraciones petroleras a través de la Compañía Mexicana de Petróleo El Águila. En el libro de  Romana Falcón y Raymundus Thomas se pormenoriza la cantidad de sobornos que pagó Pearson; quien se jactaba que su empresa era como una secretaría de Estado pequeña. Afirma Paul Garner. “En resumen, la fortuna que sacó Pearson de sus empresas mexicanas, sobre todo de su empresa petrolera El Águila, no sólo lo convirtió en uno de los individuos más ricos de la Gran Bretaña —de hecho, según el obituario en el Daily Sketch de Londres en 1927, ocupaba el número seis en la lista de los británicos más ricos de la época”. Por cierto, el suegro Díaz,  Manuel Romero Rubio, era presidente del ferrocarril concesionado para la zona carbonífera entre Puebla y Tlaxiaco; y Porfirito Díaz llegó a ser gerente de El Águila. La educación porfirista, sin cambio En cuanto a la educación, a don Porfirio no le importó mucho. Cuando llegó al poder México tenía un 90 por ciento de analfabetos, más de treinta años después, había un 85 por ciento de iletrados (82 para otros). Ni siquiera mejoró medio punto por año. Es cierto que se crearon escuelas, en 1900 eran 12 mil primarias, 77 secundarias, la Escuela Nacional Preparatoria y 33 más en los estados, no hubo ninguna escuela de economía y muy pocas escuelas industriales, como para que los gringos siguieran de capataces. Seguimos a González: “También es insólito que la Iglesia católica, tan enemiga del positivismo, no hubiera tratado de combatirlo mediante la fundación de un gran número de escuelas. En 1900 los planteles escolares del clero apenas llegaban a medio millar; sólo representaban el 4 por ciento de los existentes. Eso sí, desde 1896 hubo Universidad Pontificia. Ni la Iglesia ni el Estado le gastaron mucho en educación, pero éste expidió abundantes leyes de índole educativa”.  Hoy eso no cambia. Hay muchas escuelas particulares en manos del clero —todas caras— en las ciudades, pero no en las zonas rurales, donde está el mayor número de analfabetos que aún creen en milagros. El arzobispo de Oaxaca exige a los inútiles del magisterio que se  apliquen a su trabajo, pero en materia de educación, la Iglesia (que no es pobre) nada hace por los desprotegidos. Don Porfirio olvidó tantas muertes que la Iglesia provocó con la Guerra de Reforma al negarse a perder el poder que Juárez apartó de ella. Porque esas leyes no se aplicaron en el porfiriato. Los curas hicieron y deshicieron; se enriquecieron a cambio de no anatemizar a los funcionarios. En un momento, el gobierno (por la Iglesia) restringió la entrada de extranjeros a menos que fueran católicos. Las actividades religiosas eran fastuosas, tenían más brillo que las conmemoraciones cívicas. Dice F. Martín Moreno: “Más de una tercera parte del año el pueblo no trabajaba por atender y cumplir con las fiestas religiosas que a diario inventaba el clero para aumentar las recaudación y las limosnas. Un pueblo ignorante y supersticioso es mucho más manejable y maleable, ¿no es cierto?”. Como en Oaxaca. Por ello el historiador afirma: “Es un dato duro: Porfirio Díaz es el gran enterrador del liberalismo mexicano del siglo XIX, aunque él no modifica la Constitución de 1857, ni las Leyes de Reforma que Lerdo de Tejada eleva a nivel constitucional (1873), sin embargo, el dictador Porfirio Díaz al ejercer todo el poder deroga las disposiciones que separaban la Iglesia del Estado; a partir del Plan de Tuxtepec (1876) la Iglesia respaldó a Díaz […]”. Por eso, los Flores Magón y otros atizaban el fuego. Sólo faltaba que  llegara Madero… con una pequeña ayuda de Estados Unidos.
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