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La otra cara de Rufino Tamayo

Domingo 22 de enero, 2012.
12:19 pm
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Agencias   Oaxaca, México.- El “otro” Rufino Tamayo fue aquél que hacía los dibujos que dejaban de tarea a sus sobrinos y los maestros los calificaban con seis. El seguidor de la lucha libre y que asistía a la arena Isabel de Cuernavaca; el aficionado del box y púgiles como Mantequilla Nápoles, el Púas Olivares o el Pajarito Moreno, y el Niño travieso que hacía marchar a sus invitados mientras él tocaba la guitarra. [caption id="attachment_101209" align="alignleft" width="174" caption="La Jornada/Foto: Rogelio Cuéllar"][/caption] También era el “mudo por las mañanas”, como le decía su esposa Olga Flores Rivas; el “obrero” como él mismo se calificaba por trabajar ocho horas diarias y el hombre que examinaba a sus sobrinos con preguntas de cultura general o jugaba con ellos a los “periodicazos”. Es el retrato del otro rostro del artista que dibuja su sobrina Rosa María Bermúdez, quien desde antes de los cinco años de edad tuvo contacto con el matrimonio que formaban Rufino Tamayo y Olga. “Él era un abanico de sorpresas, de diabluras y un hombre de gran corazón que siempre ayudó a los jóvenes artistas”. PRIMER CONTACTO Rosa María dice que el primer contacto con Rufino y Olga fue un verano que ellos llegaron a su casa en la calle de Puebla, en la Roma. “Recuerdo más a Olga. Se estaba arreglando. Era 1943 y ella no tenía medias por la carencia a causa de la Segunda Guerra Mundial. Entonces se ponía maquillaje en las piernas”. Pasaron los años y el segundo encuentro, evoca, tenía ya ocho años. “Olga fue mi madrina de la primera comunión y me llevó a comprar la medalla que aún conservo. Luego de la ceremonia desayunamos en Sanborns de Madero”. Después el contacto se hizo más constante y con mis hermanos –Vicente y Elena- los visitábamos en su departamento de Insurgentes, cerca de lo que hoy es el Eje 5; después en el de la calle de Cuernavaca y, posteriormente, en el de Colima esquina con Mérida. Así pasaron los años, señala Rosa María, y compraron lo que sería su casa de Coyoacán: una construcción porfiriana en la calle de Malitzin. En ese lugar nos quedábamos los tres hermanos a dormir. Eran principios de la década de 1950. A la casa Rufino y Olga le dieron su toque especial. Los techos y los muros los pintaron con los tonos clásicos de Tamayo: amarillo y morado. Lo demás era blanco. Para los muebles, señala Rosa María, usaban mucho la manta y las sábanas de las camas tenían holanes. Las colchas eran tejidas y las ventanas, en sus orillas, tenían toques de color amarillo. UN DÍA CON TAMAYO Rosa María recuerda que Tamayo se levantaba a las nueve de la maña. Desayunaba huevos y algo de fruta. “No era muy comelón. Luego se iba a pintar, porque le gustaba aprovechar la luz natural”. Él nos decía que era como un obrero: “debo tener mis ocho horas de trabajo”. Y cuando pintaba le disgustaba que Olga invitara a sus amigos a comer, porque dejaba de trabajar. En ocasiones, como se disgustaba, se paraba de la mesa sin despedirse y por eso perdió algunas amistades como la que tenía con Álvar Carrillo Gil. Por la tarde, a eso las 18:00 horas, dejaba de pintar y se metía a la tina de baño. Era muy escrupuloso en su aseo corporal y, en ocasiones, cuando estaba bañándose, Olga le decía: “Arréglate Tamayo, porque tenemos la invitación tal …” y él ni siquiera sabía de lo que le hablaba. Mi tía Olga decía que era un “mudo” por las mañanas cuando pintaba. No hablaba con nadie y recuerda como ella se quejaba: “Que horrible es vivir con un mudo”. Lo que pasaba, añade Rosa María, es que Tamayo traía su mundo creativo en la cabeza. SOBRINOS Rufino era muy juguetón con nosotros y muy estricto. Cuando Olga y mi mamá iban de compras, él se quedaba con nosotros y nos examinaba.  Nos preguntaba: ¿cuál es la capital de … el presidente de …? Lo que nosotros deseábamos es que llegara la tía para terminar el examen. En ese tiempo, dice Rosa María, estudiaba en el colegio Oxford y Tamayo me iba a dejar al camión que pasaba en Hamburgo. “Las mamás de otras niñas creían que era mi papá y decían que era muy guapo. Yo me enojaba”. Con mis hermanos jugaba como niño chiquito: enrollaba un periódico, los correteaba y les daba periodicazos. A mi me torcía el brazo y me ponía a llorar. Entonces me decía: “Con ella ya no hay que jugar”. GUSTOS La música le fascinaba, especialmente la clásica, y uno de sus compositores favoritos era Bach. Tenía una gran fonoteca y era un gran conocedor. “Cuando se inauguró el Museo de Arte Prehispánico de Oaxaca, se presentó una Orquesta Sinfónica y él escogió el programa que se iba a tocar”. En cuanto a la comida, añade, le encantaban los chiles rellenos y la china. “La vez que expuso en el Museo del Hermitage en San Petersburgo, salimos a buscar comida china, pero no encontramos. Después cuando estuvimos en París y Finlandia, siempre íbamos a los restaurantes chinos”. Le gustaba ese tipo de comida, porque no engordaba. “Él nunca estuvo pasado de peso y siempre cuidaba la línea”. De los deportes, dice Rosa María, A Tamayo le encantaba el box. Era muy aficionado a las peleas de Raúl El ratón Macías, de José Ángel Mantequilla Nápoles, Rubén El púas Olivares o Ricardo Pajarito Moreno. Hubo días, recuerda, que mientras jugaba canasta, al mismo tiempo miraba por televisión la función de los sábados por la noche. Otro deporte que le gustaba era la lucha libre. Cuando vivía en Cuernavaca llegó a ir en varias ocasiones a la arena Isabel, la cual cerró el 11 de diciembre de 2009. Tamayo era un niño alegre y “el muchacho de la guitarra”. Compuso la canción La florecita del ejote, cantaba bien, era un gran bailador y muy elocuente en las fiestas. En una cena, estaba el doctor Efrén del Pozo, secretario de la UNAM, el pintor Carlos Orozco Romero, y otros invitados. A todos los formó y mientras cantaba con su guitarra una canción revolucionaria,  hizo que sus invitados marcharan. Una de sus diabluras, dice Rosa María, y otra era hacer una especie de nudo con los que iban a su casa. “Hacia que se tomaran de las manos y formaran un círculo y luego cada uno debía retorcerse para anudarse. Entre los que jugaron alguna vez estuvo Octavio Paz. Era el “otro” Tamayo, finaliza la sobrina.
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