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Violencia de género: Viaje al fondo de unas lágrimas

Miércoles 17 de octubre, 2012.
09:20 am
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Elia Baltazar* I. Oaxaca, México.- Una mujer llora, acurrucada en el asiento de un autobús. Se cubre el cuerpo con dos cobijas, pero no las lágrimas que escurren. Una voz indolente la arrebata de su asiento. “Disculpa, ese es mi lugar”. La mujer, no dice nada y recorre de asiento su tristeza. La voz indolente se avergüenza, recarga la culpa en el cristal y desvía la mirada hacia el frente. Pero al lado las lágrimas siguen corriendo, inundan el aire, ahogan… “¿Estás bien?”, la voz indolente sabe que la pregunta es estúpida, pero la suelta para respirar, para tomar una bocada de aire. La mujer sólo asiente. El autobús arranca. II. Después de una hora y media de sueño, la voz indolente se despereza. La mujer pregunta: “¿Descansó?”. “Sí, gracias”. Las lágrimas han parado. La tristeza no. Durante los siguiente 230 kilómetros la voz indolente guardará silencio para escuchar la historia de Carmen, una mujer que ronda los 30 años, víctima de maltrato de un marido que, una noche, la sacó de casa luego de propinarle la receta cotidiana de golpes y ofensas. Apenas pudo tomar una chamarra y, sin dinero, a la mitad de la noche, caminó en busca de un refugio para pasar las siguientes horas. Desde entonces no para de llorar. Más que antes por los puños y los insultos de un hombre que estudió medicina a costa del trabajo de una mujer que no sabe leer ni escribir. “Tengo dislexia, me comía las letras desde chica, nunca pude estudiar y mejor me pusieron a trabajar”. Carmen habla de su analfabetismo como si la culpa fuera de ella. Como si no mereciera nada porque nada ha recibido. “Ni siquiera tengo credencial de elector”. Lo dice sin saber que sus palabras son una verdad más incómoda. Carmen es una mujer que, como muchas, no sabe de qué le sirve tener país: para ella no ha habido oportunidades ni derechos ni la protección de un Estado que debía garantizarle seguridad y protección. La voz impertinente no lo dice, pero lo piensa: es una no-ciudadana. III. El día que su marido la corrió de su casa, Carmen perdió también a sus hijos. Un niño de siete años y una niña de dos cuya salud está quebrada desde que nació. Sufre convulsiones, no puede comer sólidos, tiene problemas para respirar, toda su ropa, sus utensilios de comida, hay que lavarlos con agua caliente. ¿Tiene epilepsia? Responde que sí, ya con la garganta quebrada. Hace meses que no la ve, que sólo sabe, por sus vecinas de antes, que la niña la está pasando mal con la mujer que ahora vive con su esposo. Carmen no se resigna a perder a sus hijos, pero las fuerzas se le han doblado en estos últimos meses en los que, lejos de encontrar ayuda, ha tenido que sortear todos los abusos de que son capaces las personas que ha encontrado en el camino. ¿Buscaste ayuda? Su mirada se apaga y comienza a hilar las cuentas del desencanto. Primero acudió a un centro de atención de mujeres víctimas de violencia en Texcoco, para que la protegieran de su marido golpeador. La devolvieron a su casa porque no había motivos suficientes para huir: ¿La violó, la ha dejado inconsciente, ha utilizado algún tipo de objeto para lastimarla, ha terminado en un hospital? ¿No? Pues no podemos ayudarla. Regresó de nuevo para pedir que la ayudaran a recuperar a sus hijos o para poder al menos verlos. Mejor busque un abogado particular, le dijeron. Una mujer que ella creyó su amiga le presentó uno: su hermano. Carmen vivía en un cuartito que esa mujer le había prestado. Dormía en el piso, usaba ropa que le habían regalado y buscaba trabajo para poder pagar, antes que nada, al abogado. No había forma de que Carmen pudiera cubrir los honorarios de ese “abogado”, que no quiso esperar a que ella tuviera un empleo y le cobró “de otra manera”. Hasta que se dio cuenta de que el hombre en realidad no estaba haciendo nada por su caso. Cortó con su abogado y se quedó sin casa porque su amiga estaba dispuesta a ayudar a la madre víctima, pero no a la “puta”. Para entonces Carmen ya había conseguido un empleo como trabajadora del hogar, con una mujer que se dedica a hacer productos de belleza, para bajar de peso y esotéricos. “La patrona” acababa de rentar una casa grande, de cinco recámaras, en el mismo centro de Texcoco y le pidió vivir con ella. “La patrona”, encantada. Ahora tenía a Carmen a su disposición las 24 horas y la frase no es retórica. Todos los días se levanta a la 5 de la mañana, limpia la casa, cocina, lava la ropa hasta dos veces por capricho de la mujer, y por la tarde, desde las 4 o 5 hasta las 11 o 12 de la noche, Carmen “rellena las cápsulas que la patrona vende en sus tiendas”. ¿Con qué las rellenas? Ella se sobresalta. Sin querer ha abierto una rendija por la cual es fácil mirar que algo hay de ilegal entre las paredes de la casa donde vive. “No sé, no sé. La patrona lo prepara”. ¿Dónde? “Tiene allí en la casa un laboratorio”. ¿Y qué más haces allí, Carmen? “Es que la patrona nos ha dicho que no debemos decir nada, a nadie”. ¿Cuánto te pagan? “Primero me pagaban 100 pesos al día, ahora me paga 150 y me deja ir a una escuela de belleza de 9 a 11 de la mañana, los lunes, miércoles y viernes”. IV. Carmen viaja de Xalapa a la Ciudad de México, como cada semana, porque cada viernes por la tarde “la patrona” la manda con un cargamento de productos para las dos tiendas que tiene en la capital veracruzana, donde Carmen debe pasar la noche en el suelo. Por eso lleva consigo las cobijas para cubrirse por la noche. Algo pasó en Xalapa esta vez que Carmen se quebró. Viene de vuelta a la Ciudad de México rendida. Está triste porque ha decido darse por vencida. En cuanto vuelva a Texcoco renunciará a su empleo, dejará de pelear por sus hijos y volverá a la casa de sus padres en Chimalhuacán, donde viven ellos, sus dos hermanas y los dos hijos de una de ellas, en una pequeña casa de tejas de asbesto. “No quisiera, pero ya no puedo más. Estoy cansada”. Y le creo. Sus ojos están hundidos en unos círculos negros, hay grietas en sus manos. Sus ojos llevan días ahogados en lágrimas. “Aunque pudiera traer a mis hijos conmigo, no tendría ni cómo mantenerlos”. Por eso su nueva “abogada” le ha recomendado pensar bien qué quiere hacer. “Yo sólo quiero verlos aunque sea una vez al mes”. La nueva “abogada”, por cierto, le cobra a Carmen 700 pesos cada vez que la acompaña al juzgado donde está peleando la visita a sus hijos. Le han dicho que para eso tiene que pasar por proceso de acuerdo con su marido, que apenas se queda solo con ella comienza a llamarla “puta”, “basura”. No para de ofenderla y ella por más que ruega no pasar por esos encuentros, nadie hace caso. Eso sí, al salir, la “abogada” le recordará sus honorarios. Carmen no sabe lo que es una cédula profesional, no sabe dónde estudió “la licenciada” y cree que no tiene despacho porque la conoció en un restaurante de comida económica, donde se la recomendaron. “Trabajo de sol a sol y no tengo nunca dinero por pagar a la abogada”. No puede ni siquiera ayudar a su hermana la más chica, a quien había prometido ayudar con sus estudios. “Si viera lo inteligente que es, puro 10 la chamaca, y el otro día que fui a ver a mis papás la encontré llorando porque no hay dinero en la casa para que ella siga estudiando. Quiere ir a la universidad, es lo único que quiere y no puede”. La voz indolente se ha quedado muda. No sabe cómo consolar tanto abuso. Tanta desgracia junta en una sola vida de apenas 30 y pico de años. Carmen parece adivinar el agobio y hace de su sentencia, consuelo: “Así nos pasa a las mujeres pobres…”. No, así no debe pasar la vida de las mujeres pobres, y antes de que Carmen baje del autobús que ya ha llegado a la estación, la voz indolente sólo puede prometerle que la ayudará: escribirá su historia, la buscará, investigará a “la patrona” de los laboratorios clandestinos, y pedirá para ella el apoyo de todos los que lean este texto. Se lo debo. *Periodista independiente, integrante y fundadora de la Red Periodistas de a Pie
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