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La justicia en México

Jueves 17 de marzo, 2016.
11:30 am
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Plumas Atómicas

Oaxaca.-El día de hoy Miguel Carbonell publica en su columna de El Universal un artículo en que defiende el Estado de Derecho en el país.

El Doctor Carbonell es un hombre inteligente, ha publicado una cantidad de libros de investigación y artículos especializados en temas jurídicos impresionante, y seguramente en el futuro se convertirá en ministro de la Suprema Corte de Justicia de la Nación.

índiceEl artículo de opinión que aparece hoy en el diario lo tituló “Defendiendo a los defensores” y constituye en síntesis, un alegato contra aquellos que dudan de la honorabilidad y eficacia de los funcionarios judiciales y organizaciones civiles que pretenden defender los derechos humanos en nuestro país.

A partir de las declaraciones de la semana pasada de la Sra. Miranda de Wallace en el sentido de que existen organizaciones dedicadas a lucrar con los derechos humanos, se levantó una pequeña polémica (que continúa como se puede ver) sobre la función social de dichas instancias.

El Doctor Carbonell empieza su argumento con el hecho suscitado:

En México defender derechos humanos parece ser una tarea cada vez más riesgosa. A los peligros tradicionales de dicha tarea se suma ahora la desaprobación social de algunas organizaciones o personas (…)

Pero el hecho suscitado se defiende con un argumento propio del Estado de Derecho o “imperio de la ley”:

Respetar el debido proceso legal de toda persona, con independencia de los delitos que pudiera haber cometido, es un avance civilizatorio que deberíamos todos tratar de valorar y contribuir a cuidar”
Y al argumento jurídico -propio de cualquier estudiante de derecho digno de serlo-, se le sostiene también con un anhelo encomiable:
“Si no nos oponemos de manera clara y total a la tortura, la línea que separa a las autoridades de los delincuentes se desvanece. Una autoridad que tortura es una expresión más de la delincuencia.

Sí, la ley es ciega, sí, la ley aspira a la equidad (debemos respetar la “presunción de inocencia”) y también por supuesto, no es bueno torturar. Al Doctor Carbonell le asiste la razón.

Los largos debates por los salones de la inteligencia jurídica sobre la preminencia de la ley en los Estados, de la sujeción incuestionable de autoridades y ciudadanos a la misma, de su no excepcionalidad e institucionalización y más recientemente, de la defensa a ultranza de los derechos humanos (antes se debatía por las garantías individuales) se escuchan aún como resonancias sólidas y vigorosas en las palabras de Miguel Carbonell.

Oponerse al argumento jurídico y al anhelo ético de una sana sociabilidad expuesto por Carbonell resulta insostenible y por demás, bastante tonto. Nadie quedaría bien librado al hacerlo.

Sin embargo, la claridad mental, el raciocinio claro y distinto, no es una virtud que se puede domeñar día tras día: es una cualidad propia de la fortuna.

En estas circunstancias desafortunadas se podría aventurar algo quizás riesgoso: el asunto del Estado de Derecho, de la igualdad ante la ley y del debido proceso, pasa también por las realidades de las organizaciones sociales.

La impartición de justicia en nuestro país no es un asunto para enorgullecerse. Las prácticas de los ministerios públicos, de las policías, de los tribunales no son precisamente las más adecuadas para la administración sana y plena de la misma. La autonomía, independencia e imparcialidad de sus órganos jurisdiccionales parecen una ilusión más que una realidad.

Nuestro país lleva casi dos siglos arrastrando fuertes problemas en la búsqueda de impartición de justicia. Desde la revolución de independencia, pasando por las constituciones emergidas por las disputas entre centralistas y liberales siglo XIX (y por la arquitectura del amparo), por la constitución de 1917 y por las subsecuentes modificaciones al articulado judicial, la constante discursiva de los constituyentes en el diseño de las normas ha sido la misma: dotar de justicia pronta e igualitaria al pueblo mexicano. Eso se puede comprobar en los debates de los constituyentes a través de la historia.

Sin embargo, toda esa historia judicial (como otras tantas en nuestro país) sigue siendo una cuenta pendiente, como dicen los políticos año tras año.

La última gran acometida para intentar lograr un cambio positivo en la impartición de justicia en nuestro país se localiza en las modificaciones constitucionales que se hicieron al entramado judicial para que la Corte mexicana se convirtiera en un verdadero tribunal constitucional (1994) y por lo mismo en máximo garante de los derechos humanos en el país.

Pero que las instituciones, los entramados jurídicos, y las organizaciones civiles operen en favor de la protección de los derechos humanos, no quiere decir que exista una protección eficaz.

Nuestro país se encuentra colmado de desigualdades y de prácticas de corrupción. Es difícil encontrar un espacio social donde no operen.

Ello no significa que debamos hacer caso omiso a la vigilancia de los derechos humanos, a denostar a las instituciones y a las organizaciones de su quehacer fundamental, pero tampoco podemos aceptar en automático que dichas instancias por el sólo hecho de llevar etiquetada la leyenda “derechos humanos” lleven consigo no sólo procedimientos ciertos de eficacia y legitimidad, sino también de orientación ética, e incluso moral.

Las instituciones constriñen comportamientos, pero estos únicamente se vuelven permanentes con la habituación prolongada. Casi dos siglos de corrupción e ineficiencia en los procesos de administración e impartición de justicia no se resuelven en dos décadas de emisión rutinaria de buenos deseos o de imposiciones internacionales (recordar cómo durante la década de los ochenta, el Fondo Monetario Internacional obligaba en sus cartas de intención el intercambio de derechos humanos por préstamos económicos). Más aun cuando la organización y desarrollo social en general se caracteriza por su precariedad e inequidad. De cualquier forma, oponerse a las arbitrariedades del Estado y sus funcionarios siempre será bien visto.

Las instituciones y las prácticas sociales llevan una inercia de origen y una condensación evolutiva, que no se modifica solamente con la implementación de buenos deseos o con el apego irrestricto de la ley (aunque también con ello, evidentemente) como dice Carbonell cuando sabemos que esa es un posición construida en el solipsismo de la narrativa profesional e institucional que deviene en “mentalidad jurídica”. Narrativa que no únicamente refleja los deseos sociales de acabar con la impunidad y los abusos de autoridad, sino que también conformará a la postre su investidura como ministro de la Corte.

De cualquier manera el hecho contundente es que los derechos humanos deben ser obligatoriamente protegidos por todos los ciudadanos, así como el hecho mismo de que los tribunales constitucionales son fundamentalmente instancias políticas, con la ventaja que supone la transparencia y viabilidad social de su discurso (a diferencia del utilizado por otros órganos de poder) y la asunción de posiciones que abogan por la justicia social y resguardo de las personas y que los colocan finalmente en relativa inmunidad a la impopularidad social.

Defender a ultranza a todo lo que signifique derechos humanos es de lo más Humano.

Por Ángel Romero

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