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Cumple 50 años años la pelicula "Los Caifanes"

Viernes 18 de agosto, 2017.
12:15 pm
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Por Miguel Cane Oaxaca.-Es poco frecuente hablar de cine mexicano de los 60, pero, sin duda, el 50 aniversario de Los Caifanes, película de Juan Ibáñez, con guión del mismísimo Carlos Fuentes, lo amerita: no sólo es un filme de culto, también es un retrato fiel de una realidad nacional que, aunque ya no existe, sigue manifiesta en algunos aspectos del lenguaje y la interacción de clases. Realizada en locaciones de la ciudad de México durante el otoño/invierno de 1966, la cinta, que tanta controversia causó en su estreno es protagonizada por Julissa (Paloma), Enrique Álvarez Félix (Jaime) y “Los Caifanes”: Sergio Jiménez (El capitán Gato), Ernesto Gómez Cruz (El Azteca), Eduardo López Rojas (El Mazacote) y Oscar Chávez (El Estilos) Ibáñez, con claras influencias del trabajo teatral de Peter Brook y del cinema estilizado de Federico Fellini, narra la aparentemente simple anécdota de lo que ocurre cuando Paloma y Jaime, dos jóvenes ‘liberales’ pertenecientes a la alta sociedad, se escabullen de una pedante party de intelectuales y aristócratas [secuencia filmada en la residencia  que el mismo Fuentes compartía con su entonces esposa, la legendaria Rita Macedo] y acaban compartiendo refugio  de la lluvia en un auto desvencijado con los personajes titulares: un grupo de mecánicos de clase humilde que regresan a la ciudad a pasar las fiestas navideñas. El encuentro de estos dos mundos es cuidadosamente retratado por Ibáñez: desde la elegante vernissage de gente ‘sofisticada’ que habla en inglés y bebe coctelería fina, pasando por los cabarés de barriada hasta las vecindades desiertas del Centro Histórico y las carreteras de madrugada, todas las atmósferas se sienten auténticas y nuestros ojos (los de Jaime y muy especialmente los de Paloma) se abren a las realidades desconocidas. Los Caifanes fue una cinta reveladora en su momento: anteriormente, el lenguaje cinematográfico se regía por convenciones más apegadas a los requerimientos sociales. El propio Fuentes ha sido citado diciendo que el melodrama mexicano de la “época de oro” es nuestra leche materna como sociedad de post-Revolución y, en cierta forma, eso era verdad; la posición desafiante que el autor adopta (y ojo, él nació con la proverbial cuchara de plata en la boca, pero siempre se sintió fascinado por los ritos y misterios del pópulo) e Ibáñez (a su vez fascinado por los personajes estrambóticos y los ambientes sórdidos) causó furor y revuelo. Nunca nadie se había atrevido a hacer algo semejante — las películas “juveniles” de la época eran usualmente comedias mediocres con números musicales y reconvenciones ñoñas sobre los “valores familiares” y aquí se subvertía todo lo que la Liga de la Decencia consideraba tradicional. Los actores principales — a excepción de la pareja protagónica- no tenían experiencia cinematográfica: eran todos alumnos del Centro Universitario de Teatro y esto les sirvió para dar mayor dimensión a sus interpretaciones. Por otra parte, Álvarez Félix dotó de una sutil ambigüedad a su personaje de Jaime, el pretencioso-aunque-endeble joven arquitecto, heredero seguramente de una familia más cercana al mundo de F. Scott Fitzgerald (¿o William Faulkner?) que a la tradición rulfiana: esto se hace más que nada aparente en la escena en que Jaime y Paloma bailan apretados un danzón, mientras el Estilos los observa desde la mesa y se cruzan las miradas entre ambos hombres, mientras ella permanece ajena al deseo. Es evidente que al Estilos (por mucho el más “decente” de los “nacos”) le atrae la pálida y chic rosa de invernadero de Las Lomas de Chapultepec; esto no pasa desapercibido para el arquitecto, prometido y amante de la joven [esto en una época en que el sexo premarital era taboo], que le lanza una mirada que lo cohíbe. Pero ¿a qué obedece la mirada? ¿Repulsión o deseo? ¿Ambas cosas? La interpretación de Álvarez Félix, hijo de la legendaria María y condenado a un destino acartonado en teledramas, es lo suficientemente enigmática hasta el final, como para hacer que su personaje trascienda del papel y adquiera otra clase de matices. Mención aparte amerita Julissa, quien durante los cinco años anteriores de su carrera, se había visto lastrada por una imagen mediática como una chica dulce y sensible, con “corazón de oro”, e incapaz siquiera de pensar en irse a la cama con alguien si no era propiamente casada, tal como le ocurriera en decenas de películas y telenovelas, donde siempre llegaba a la escena final coronada de blanco y al pie del altar. Paloma, personaje escrito específicamente para ella por Fuentes, es un parteaguas en lo que había sido una carrera estable y rosa: los impulsos y los deseos yacen en el fondo de su ropita in y sus zapatitos a juego con su abriguito platino. Hay curiosidad, miedo y un fuego que se aviva por minutos, mientras de la mano lleva al hombre con quien, al principio de la cinta, ha pensado que va a compartir su vida. El personaje que más evoluciona conforme se desarrolla la trama, plena de un humor macabro y ácido y de una inquietante sensación de posibilidad, es ella misma. Es muy posible que cuando llegue un día nuevo, exista una nueva Paloma en lugar de ésta –o bien, compartiendo el lugar con ella. Esto resulta aparente en las breves escenas de su encuentro con las (muy folclóricas) prostitutas de barrio, en el baño del cabaré. No la repelen tanto como le fascinan, con sus sueños delirantes, sus caras pintarrajeadas y su desesperanza ominosa oculta tras sonrisas carmesí [esto apenas se deja entrever cuando “La Elota” (Martha Zavaleta) describe lo que ha comenzado a ocurrirle a su cara, como una premonición de su destino]. Estas mujeres estimulan la fantasía de la joven (uno supone en su pasado un muy propio colegio de monjas francesas y una costosa finishing school en Suiza), que se despoja de su estatus de debutante social para inventarse a sí misma como una puta de categoría (“y yo me llamo Paloma, ¡pero me dicen Sandra!”), algo que a los ojos de las mujeres ahí, es a todas luces. Paloma disfruta reinventarse, reencontrarse y acaso liberarse. Hacia el final de la noche, ella y Jaime y los Caifanes habrán encontrado preguntas y respuestas, aun si no significan exactamente lo mismo. Considerada una de las cintas más importantes y significativas del cinema mexicano del siglo XX, cuya influencia se siente aún hoy (¿Un ejemplo? La famosa banda de rock liderada por Saúl Hernández, surgida en los 80), Los Caifanes celebra sus cincuenta años, sintiéndose tan viva y vigente, como lo fue en su día. Su influencia (y sus influencias) vive y respira: es parte indispensable de las imágenes preciosas que conforman un todo; el absoluto amor al cinema.

***

Miguel Cane es narrador, periodista cinematográfico, crítico y dramaturgo –desde hace 20 años vive de escribir y no se explica todavía cómo le hace. Es autor de las novelas Todas las fiestas de mañana y Corazón caníbal y las obras Somos eternos, Laura Dieste y Almas perdidas. También del inclasificable Pequeño Diccionario de Cinema para Mitómanos Amateurs. Tiene un gato llamado Llewyn y su película favorita es El bebé de Rosemary (Polanski, 1968).

Twitter: @aliascane

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