Angélica GALLÓN SALAZAR/El Espectador
Oaxaca, México.- El escritor mexicano Élmer Mendoza se ha convertido en uno de los representantes de la ficción que se adentra en la vida de los capos de la droga. El Espectador de Colombia habló con él.
Para Élmer Mendoza la literatura se ha convertido en una de esas jaulas en las que entran los buzos para poder ver de cerca a los tiburones, para explorarlos sin el temor de que sus colmillos se claven en su carne. Y metido en esa jaula se zambulle una y otra vez por los mares turbios del narcotráfico, un mundo que de otra manera parecería inexplorable.
[caption id="attachment_23237" align="alignleft" width="300" caption="El escritor mexicano Elmer Mendoza"][/caption]
Narcoliteratura. No tardaron los expertos en marketing en etiquetar sus novelas, sin embargo, después de leer Balas de plata, o Efecto tequila y de haber oído su sentencia “la literatura puede arreglar un desencuentro amoroso, pero no una situación donde los niveles de miseria y desempleo son claves”, queda la sensación de que se está de vuelta a esa función maravillosa de la literatura: la de ahuyentar la inexorabilidad de la muerte; la de vivir un poco más la vida de esos otros; la de herramienta privilegiada de contacto entre seres humanos. Al final, “no eres más que un infeliz que quiere contar una historia”, confiesa el escritor.
Un hombre atrapado en su tiempo, eso es Élmer Mendoza, un atrapado en Culiacán, una ciudad mexicana, del estado de Sinaloa, en donde cotidianamente ocurren hechos violentos, la mayoría relacionados con el narco. “Entonces lo dejo entrar: permito que los apodos, las anécdotas, el lenguaje y la mitología se posesionen de algunas de mis páginas”, y así es como su ficción termina metiéndose con la realidad. Porque después de ir a la cantina con oídos atentos a las conversaciones de los otros, de leer los diarios, de ver los muertos, confiesa: “me impresiona el hedor de la sociedad, las fisuras de la doble moral, el color de la podredumbre y busco una estética de lo marginal”.
Mendoza ha vivido siempre en el norte de México, lo que lo ha llevado a tener algunas diferencias de visión del mundo en relación con la gente del centro del país, y lo que irremediablemente lo hizo coincidir con un grupo de novelistas con obras exitosas que han conformado algo que los diarios españoles reconocen como un nuevo boom: los narradores del norte. “Nuestros temas son candentes, fronterizos, con altas dosis de lenguaje popular, poco digresivos, con cierta alusión a la realidad nacional y con una violencia descarnada”, explica Mendoza, quien añade: “Salvo que hemos pateado las pelotas de la podredumbre, no veo mayor novedad en nuestra escritura”.
Su infancia campesina lo hermanó con los corridos norteños y aunque estudió ingeniería en comunicaciones y electrónica, un día decidió que no podía hacer nada mejor que escribir. Lanzarse le dio resultados. Ocho años después de que escribiera su primera novela, Un asesino solitario (1999), que se acercaba al narcotráfico con la naturalidad con que lo cantaban las músicas de su pueblo, el escritor mexicano ganó el III Premio Tusquets por su novela Balas de plata, obra en la que el jurado valoró “la rabiosa modernidad en el uso del lenguaje, en la estructura narrativa hermanada con los últimos lenguajes televisivos, y en el ritmo endiablado que, como la mejor novela clásica, no da tregua al lector hasta su desenlace”. Un dictamen que estaba muy cercano al único propósito que reconoce real cuando escribe “que mis lectores teman morir antes de terminar mi libro”.
La ficción urgente
México es un país en el que los capos son denunciados por los periodistas y no por la ley, en el que se descubre en los libros cómo los narcos pactaron con el PRI (Partido Revolucionario Institucional) por años, en el que, como dice Élmer Mendoza: “llamas para señalar a alguien y llega primero el indiciado a tu casa que la policía a la de él”. En esa realidad, muchos creyeron que la ficción y la novela eran insuficientes para dar cuenta de los hechos, que eran incapaces de aportar algo.
Pero ahí donde la carne ahúma, en donde en las paredes aparecen inscritas sentencias como “no matamos por dinero, muere quien debe morir. Esto es: Justicia Divina”, Mendoza creó personajes como “el Zurdo” Mendieta, un agente abatido por el abandono de su mujer que es capaz de ir hasta el fondo de la investigación de un asesinato a pesar de tener que cruzarse con los narcos o con los políticos corruptos. Este personaje incómodo se adentraba en un mundo bellamente retratado por Mendoza, en el que demostró un oído excelente para recrear el lenguaje de esos capos de Sinaloa en diálogos vivaces, casi reales.
“Como escritor lo que estoy intentando es dilucidar algunos registros que pudiera tener sobre la realidad y sobre la mitología; y busco transformarlos en literatura, sin que haya un sentido moral o un sentido de juzgar a los que no me corresponde”, explica Mendoza quien al ser increpado para dar algunas explicación a las causas y orígenes del narcotráfico mexicano, simplemente sentencia: “Los humanos tienen vocación para la maldad tanto como para la bondad. Prevalece un protagonismo que no identifica límites, y es lo más peligroso. Pueden matar por poco, pero la emoción y la foto en el diario no tienen precio”.
A diferencia de algunos ejercicios anteriores, las ficciones de Mendoza no hacían gala de la ligereza con que algunas novelas intentaron acercarse a la idea del narco. Sus historias no presentaban ese desconocimiento profundo que denunciaron muchos de los más acérrimos investigadores del fenómeno en libros pasados.
Por el contrario, Élmer Mendoza desde sus novelas se había convertido incluso en una voz legítima para explicar algunas características del narcotráfico mexicano en el exterior, fue escogido, por ejemplo, por la BBC, entre miles de expertos, sociólogos e historiadores para contar el funcionamiento del uso de apodos dentro de los carteles. En los titulares aparecían trabalenguas del tipo “en el intento de capturar a La Tuta, líder de La Familia, habían terminado arrestando a La Troca y a La Cuchara”. Élmer Mendoza explicó: “El uso de apodos es común en México, pero entre los traficantes a menudo también es un mensaje. Es parte de la intimidación. Yo conozco a uno que le dicen La Muerte, y en el nombre lleva la fama”, contó el escritor que convertía su literatura en un lugar donde la ficción y la realidad se daban la mano.
Los apodos, los diálogos, la iconografía, pero también la realidad más intima de la cultura narcotraficante se narran en las novelas de Élmer Mendoza, al igual que en esos corridos que dicen sin tapujos “Mire, señor comandante,/ yo no sé nada de leyes,/ yo soy narcotraficante y le propongo algo importante/ que a usted y a mí nos conviene”, su literatura y su ficción lo hacen cabalgar libre y sin miedo por este fenómeno en el que otros se adentran a trompicones.