(Luego de presentarse el libro Íntimos océanos, de Jesús Urbieta)
A la memoria de Vira Chú
Jorge Magariño
Querido Pech:
Oaxaca, México.- Abrir las páginas de ese Íntimo océano que armaste, con un poco de la obra de mi hermano Jesús Urbieta, con los retales de vida que te contaron y que fuiste pespunteando, con el agudo acercamiento hecho por Luis Carlos Emerich, con las escenas que retrató nuestro amigo Claudio Sánchez; abrir esas páginas –digo- es como abrir las compuertas de un mundo mío que no por lejano permanece en el olvido.
Habían estado ahí, un poco arrinconadas, las tardes, las noches largas, las conversaciones, los tragos y los juegos que mi alma compartió con Jesús en el decurso de nuestras vidas; camino iniciado un poco después de que naciéramos, apenas separados por un pedazo de callejón, la cola, el rabo, pues, del Callejón de Los Leones, a dos cuadras del centro de Juchitán. Un Juchitán, por entonces, con solo dos calles pavimentadas, con la tierra y el polvo alzándose felices en las temporadas de norte, como esta época en que ahora te escribo.
Tengo ante mí una fotografía pequeña, de aquellas en formato cuadrado que se reproducían por los años setenta del siglo pasado; ahí, al lado de un catre plegado, delante de una jaula de pájaros, bajo el alero de una tejabana -la casa de mi madre-, dos niños de quince años miran fijamente a la cámara; uno, bajito de estatura y delgado en extremo, sonríe; el otro, diez centímetros más alto, con los hombros ligeramente echados hacia delante, el cabello castaño, lacio, cayendo por la frente, parece hurgar dentro de la cámara o más allá de ella: es Jesús, en un tiempo en que la pintura no le pasaba aún por la cabeza. En el margen izquierdo se puede leer:
Jan 74.
Dos lustros atrás, los niños jugaban en la carreta de Felipe de Jesús, Lipe Chú. Esa mañana los bueyes habían ido a la estación del tren –aquel tren mañanero que venía de Chiapas- para traerle a Elvira Orozco su carga de oloroso cacao. Los costales permanecían en la carreta cuando los niños saltaban de entusiasmo; no conocían las leyes de la física, por eso brincaban en la parte trasera, hasta que el tronco timonel –timo, le llaman los aurigas zapotecas- se elevó y los pequeños cayeron, volcándose sobre ellos la carga. Al espanto familiar solo sucedió un ligero desmayo de los niños, cosa menor –según recuerda la memoria-, pero sirvió para burla por varios años.
Siguieron tardes en que un pedazo de palo era la pistola con que se enfrentaban rudimentarios vaqueros, una huérfana suela de huarache era el trompo de los pobres –aunque suene raro, y es que la tal goma servía para intentar sacar las monedas que juntábamos en el centro de un mediano círculo trazado sobre la tierra.
Luego el fin de la preparatoria nos separó, hasta que un día nos vimos de nuevo en la boca del callejón. Con la emoción chorreándole en los ojos, por las manos y por el espíritu, Jesús me dijo: -El arte me llama, hermano, no sé a dónde voy, pero me llama. Estoy escribiendo poemas, cuentos, y comienzo a pintar-.
Llegó después la ventolera de la política a Juchitán, los cambios que se pregonaban a ritmo de esperanza, hombres y mujeres con el grito a medio pecho, el Escuadrón de los mosquitos-niños cantando su ventura, los pintores plasmando en las paredes la sumatoria de su esfuerzo, de su joven imaginación; en medio de todo ello, Urbieta levantaba el don de su convencimiento, por la lucha y por el arte.
Describes bien lo que Macario Matus te contó, de esos inicios que ahora te digo (ingrato Pech, si Macario leyera que le llamas comentarista de artes, y no crítico, como a él le gustaba, de seguro te invitaría un pésimo mezcal. Por cierto, Macario terminó su gestión en La Casa en 1989, no en el ’84 que mencionas). Es claro el recuerdo de cuando se les decía a los jóvenes pintores “salgan de Juchitán, corten el ombligo, vayan a curtirse lejos del cómodo techo familiar”. Y el único que lo hizo fue él. Por eso es que cuando sus primeras victorias se llegaron, comenzaron los lancetazos de la envidia, a llamarle Rabietas, a sugerir que era una copia de otro pintor local, pero el arte lo había atrapado y lo tenía colocado en los primeros escaños de un privilegiado sitial, como lo presintió aquella tarde.
Vendrían luego los premios, los reconocimientos, y con ellos el duende malevo del alcohol. Por ahí se le comenzó a ir la vida. Cuando le visitaba en su departamento de la calle Viena, a las orillas de la Zona Rosa, me contaba de sus planes, mostrando con orgullo los lienzos en que trabajaba, pero también enseñaba su afán suicida, su funámbulo juego con la muerte.
Amo a esta mujer -me confió una noche, al amparo de una caguama, otra vez en la boca del callejón-. La amo y nunca la voy a dejar, porque ella me salvó una tarde en que me hallaba buscando la muerte, en el parque Juárez. Íngrimo y dejado por la suerte, estaba sentado en una banca, pensando en como apartarme de la vida, luego de una larga sucesión de días sumido en la borrachera. Apareció ella, se sentó, platicamos, me abrazó y nunca se ha separado de mí. En ella deposito mi fe, en ella y mis hijos. (Fue mucho más lo que conversamos en esa ocasión, la poca prudencia que me queda me lleva a recordar solo esto).
Es cierto, al menos un par de veces, en dos días distintos, se levantó de la cama de hospital en que le era suministrado suero, para dirigirse a la cantina y tomarse una cerveza. La clínica y la taberna estaban separadas por un par de muros. El medicamento era para recuperarlo de una espantosa cruda, producto de varios días de entusiasmo alcoholero.
[caption id="attachment_43497" align="alignleft" width="290" caption="Los años maravillosos de la infancia de Jesús Urbieta"]
[/caption]En ese mismo manantial ya desaparecido, llamado Los tulipanes, una noche de enero, en 1997, Jesús Urbieta se tomó la última cerveza en Juchitán. Era una cerveza negra, friísima. Cerca estaban: su hermano El Tigre y Marina Meneses. Yo le decía, le urgía: escápate los fines de semana, sal del DF, ve a Valle de Bravo con tu familia y regresa el domingo por la tarde, no dejes que la tentación te atrape, tienes todavía mucho qué dar.
Ya la exposición en el Museo de Arte Moderno estaba programada y toda su atención, su tensión, se dirigía a ese propósito. Tengo miedo, hermano –confesó un cierto día- no sé que va a pasar. Cuentan que varios se han ido al olvido después de que exponen ahí. No aguantan.
Y creo que no aguantó la angustiosa emoción. Se fue por los rumbos de la vana fantasía. Dos meses más tarde le vi por última vez, en el hospital Siglo veintiuno donde le insuflaban breves hálitos de vida. Cuenta mi compadre, el pintor Alfredo Cardona, que a esa clínica del IMSS Jesús había ingresado merced a sus gestiones ante el director de la institución, Alfredo era a la sazón responsable de la Galería de artes plásticas de esa Unidad.
Larga fue la sucesión de gentes que le acompañaron al panteón. Ahí pronuncié unas palabras que no querían salir. Canté las glorias de un hombre que lo supo ser, de un artista generoso, de un juchiteco con iluminado espíritu.
Por eso ahora, mi querido Pech, ahora que contemplo las hojas que hablan del hermano, se me salen estas líneas, esta agua. Ahora, y un poco después de que vinieras a Juchitán para presentar el libro, los Intimos océanos de Jesús, acompañado de Miriam Káiser y de Óscar Román, el galero con quien él trabajó durante tantos años. Ahora que recuerdo también cómo el funcionario que vino a encabezar el acto, un tal Andrés Webster, se levantó de la mesa y le dio la espalda a Felipe de Jesús y Federico Urbieta, que cantaban; se fue el funcionario sin que los hijos de mi hermano Urbieta hubieran terminado de cantar.
Gracias, Pech, por tu esfuerzo; el libro –cuya edición coordinaste- es bello, valioso. Lo atesoro desde ahora y para siempre. Recibe mi emocionado abrazo.
Santa María Xadani, febrero de 2010
gubidxasoo@yahoo.com.mx