Marta RUIZ
Oaxaca. México. ¡Por fin alguien lo hizo! Acabo de leer en internet que a la entrada de algunos restaurantes europeos les decomisan a los clientes sus teléfonos celulares. Según la nota, se trata de una corriente de personas que busca recobrar el placer de comer, beber y conversar sin que los ring tones interrumpan, ni los comensales den vueltas como gatos entre las mesas mientras hablan a los gritos.
La noticia me produjo envidia de la buena. Personalmente, ya no recuerdo lo que es sostener una conversación de corrido, larga y profunda, bebiendo café o chocolate, sin que mi interlocutor me deje con la palabra en la boca, porque suena su celular. En ocasiones es peor. Hace poco estaba en una reunión de trabajo que simplemente se disolvió porque tres de las cinco personas que estábamos en la mesa empezaron a atender sus llamadas urgentes por celular. Era un caos indescriptible de conversaciones al mismo tiempo. Gracias al celular, la conversación se está convirtiendo en un esbozo telegráfico que no llega a ningún lado. El teléfono se ha convertido en un verdadero intruso.
Cada vez es peor. Antes, la gente solía buscar un rincón para hablar. Ahora se ha perdido el pudor. Todo el mundo grita por su móvil, desde el lugar mismo en que se encuentra. La batalla, por ejemplo, contra los conductores que manejan con una mano, mientras la otra, además de sus ojos y su cerebro se concentran en poner SMS, parece perdida. Aunque la gente piensa que puede hablar o escribir al tiempo que se conduce, hay que estar en un trancón causado por un adicto al teléfono para darse cuenta de que no es así.
No niego las virtudes de la comunicación por celular. La velocidad, el don de la ubicuidad que produce y por supuesto, la integración que ha propiciado para muchos sectores antes al margen de la telefonía. Pero me preocupa que mientras más nos comunicamos en la distancia, menos nos hablamos cuando estamos cerca.
Me impresiona la dependencia que tenemos del teléfono. Preferimos perder la cédula que el móvil, pues con frecuencia, la sim card funciona más que nuestra propia memoria. El celular más que un instrumento, parece una extensión del cuerpo, y casi nadie puede resistir la sensación de abandono y soledad cuando pasan las horas y este no suena. Por eso quizá algunos nunca lo apagan. ¡Ni en cine! He visto a más de uno contestar en voz baja para decir: “Estoy en cine, ahora te llamo”. Es algo que por más que intento, no puedo entender. También puedo percibir la sensación de desamparo que se produce en muchas personas cuando las azafatas dicen en el avión que está a punto de despegar que es hora de apagar los celulares. También he sido testigo de la inquietud que se desata cuando suena uno de los ring tones más populares y todos en acto reflejo nos llevamos la mano al bolsillo o la cartera, buscando el propio aparato.
Pero de todos, los Blackberry merecen capítulo aparte. Enajenados y autistas. Así he visto a muchos de mis colegas, absortos en el chat de este nuevo invento. La escena suele repetirse. El Blackberry en el escritorio. Un pitico que anuncia la llegada de un mensaje, y el personaje que tengo en frente se lanza sobre el teléfono. Casi nunca pueden abstenerse de contestar de inmediato. Lo veo teclear un rato, masajear la bolita, y sonreír; luego mirarme y decir: “¿En qué íbamos?”. Pero ya la conversación se ha ido al traste. No conozco a nadie que tenga Blackberry y no sea adicto a él. Alguien me decía que antes, en las mañanas al levantarse, su primer instinto era tomarse un buen café. Ahora su primer acto cotidiano es tomar su aparato y responder al instante todos sus mensajes. Es la tiranía de lo instantáneo, de lo simultáneo, de lo disperso, de la sobredosis de información y de la conexión con un mundo virtual que terminará acabando con el otrora delicioso placer de conversar con el otro, frente a frente. Publicado originalmente de la revista colombiana Arcadia en el número 39 de diciembre de 2008.