Juan Manuel Alegría/Segunda parte
En 1808, a la Nueva España llegaron tres noticias graves: el secuestro de Carlos IV y de su hijo Fernando VII; la abdicación de ambos, obligados por Napoleón, y la imposición de José Bonaparte en el trono de España e Indias. En Nueva España, los representantes de la Corona eran el virrey y la Real Audiencia. Pero ahora, el soberano estaba ausente.
Como se ha mencionado, la irreconciliable separación entre criollos y “gachupines” ya venía de tiempo atrás, por lo que, ambos grupos aprovecharon para exigir su derecho a apoderarse del gobierno. Los peninsulares, que pedían que todo siguiera sin ningún cambio, apoyan a la Real Audiencia en espera de que el destituido ocupe de nuevo el trono.
Los criollos, apoyándose hasta en documentos de la época del Alfonso el Sabio, aglutinados en el ayuntamiento, en dónde sí se les permitía acceder, ya que su poder era menor, al frente de Francisco Primo de Verdad y Francisco de Azcárate (con la simpatía desde la Audiencia de Jacobo de Villaurrutia, único oidor criollo), vieron la posibilidad de una reforma, y proponen al virrey José de Iturrigaray la convocatoria de una junta de ciudadanos, igual que las establecidas en España, para que gobierne mientras regresa Fernando VII.
Fundamentan que en el cabildo está la verdadera representación del poder. “Dos son las autoridades legítimas que reconocemos: la primera es nuestro soberano, y la segunda de los ayuntamientos, aprobada y confirmada por aquel. La primera puede faltar, faltando los reyes…, la segunda es indefectible por ser inmortal el pueblo”, dice Primo de Verdad, citado por Luis Villoro. Esta línea seguirá Miguel Hidalgo, por eso gritó vivas a Fernando VII.
Hay que recordar la importancia de los ayuntamientos, que fueron la primera autoridad en la América virgen. No fue por casualidad que, lo primero que hizo Hernán Cortés al llegar, fue fundar el ayuntamiento de la Vera Cruz; con eso le quitaría todo el crédito al gobernador de Cuba, Diego Velásquez.
El virrey Iturrigaray se cuida de tomar partido, con el secreto deseo de que sea él el elegido para mandar sobre la nueva forma de gobierno, pese a que era enviado de Godoy, el entregador de España a Napoleón.
Los españoles y la Audiencia sospechaban que esa junta que proponían los criollos del ayuntamiento era una manera disfrazada de buscar la independencia y se oponían con muchos argumentos. Finalmente, el virrey somete a votación el asunto de la junta y los criollos eligen a todos los delegados.
“Golpe de Estado” a los independientes
Los españoles no se quedaron contentos. En otra fecha para recordar, el 15 de septiembre de 1808 (se supone con el consentimiento de la Real Audiencia), un comando armado (para estar a la moda) entró al palacio, mató a un centinela y apresó al virrey Iturrigaray. Con eso se inauguraba el siglo con un método que seguiría hasta Benito Juárez, claro, “plan” de por medio.
A continuación proclamaron en su lugar al viejo general Pedro Garibay, quien fue reconocido por la Audiencia —ilegalmente, ya que esta no tenía esa facultad— y se encarcelaron a unos disidentes; con lo que los criollos, dejaron su idea por el momento.
Como Garibay no podía con el paquete, enviaron de España al arzobispo Francisco Xavier de Lizana: resultó igual de mediocre. Se sospechaba que Lizana estaba del lado de los criollos, la Audiencia y los comerciantes conspiran contra él, y en enero de 1810 el virrey es destituido y cambiado por Francisco Xavier Venegas (cómo les gustaba el nombre, ¿no?), quien llegará hasta agosto, mientras, la Audiencia gobierna con mano fuerte.
Los criollos, mientras tanto, se habían dedicado a crear sociedades secretas, como la de “Los Caballeros Racionales”, o el Club Literario y Social de Querétaro, dirigido este por un criollo importante en la milicia: Ignacio de Allende y Unzaga, capitán del grupo de élite los Dragones de la Reina.
Los conspiradores ya tienen claro que los otros no quieren dejar el poder, y que no dudan en aplicar la violencia, aprobada por la Audiencia y los altos funcionarios, por lo que la idea de un levantamiento armado cobra fuerza, pero se necesitan otras clases sociales.
Para esto, las ideas independentistas han traspasado toda Hispanoamérica. En abril ya se había formado la junta de Caracas; en mayo la de Buenos Aires, en julio la de Bogotá y luego la de Quito; sólo faltaba la más importante.
Los planes van por buen camino, los conspiradores tienen muchos adeptos porque siguen la idea de la “revolución” frustrada de 1808. Tenían programado “pronunciarse” el 8 de diciembre de 1810 en la feria de San Juan de los Lagos; al frente de los armados marcharía Allende.
La propuesta para que la rebelión iniciara en Jalisco, era porque a esa feria llegaban una cien mil personas, por lo que contarían con muchísimos seguidores. Pero son descubiertos, por lo que, en la madrugada del 16 de septiembre (Porfirio Díaz alteró la fecha por su cumpleaños), en Dolores, Hidalgo suelta a los presos, llama a sus feligreses y grita: “¡Viva Nuestra Señora de Guadalupe! ¡Viva la Independencia! ¡Viva Fernando VII!”. Se supone que el populacho gritó. “¡Mueran los gachupines”.
Un motín más
Sobre todo lo que siguió se ha escrito mucho. En la mayoría de textos la imagen de Hidalgo no se muestra completa (al igual que se oculta el canibalismo azteca); desde esas épocas de ha mitificado a nuestros héroes, como lo muestra Enrique Krauze en su libro “De héroes y mitos” o en los textos de Francisco Martín Moreno.
La lucha de Hidalgo tenía otro objetivo que cambió por las circunstancias. No tenía un plan revolucionario concreto, sus huestes consideraban que matar a los españoles era suficiente para lograr la igualdad y la justicia. Las ideas vendrán más tarde, con Morelos, muertos ya Hidalgo y Allende.
Esta era una rebelión más, como las que venían ocurriendo desde dos siglos antes: zapotecos (1660 y 1670), rarámuris (1690 y 1698), yaquis (1740), mixes (1570 1712) y mayas (1761), que fueron sometidos sangrientamente; y que continuarían ya con la república: zapotecos (1839 y 1853), nahuas de Guerrero (1842-46), huastecos (1825 y 1897), y otras…
“La rebelión de Hidalgo, por su carácter arrebatado y feroz, no fue seguida por las vastas capas de población ilustrada que deseaba independencia y cambios profundos en los aspectos político, económico y social, sino apenas por masas desesperadas y, como siempre, con algunos intelectuales ilustrados al frente que sólo podían conducirlas a la derrota”. Dice Luis González de Alba.
Pronto se le unieron indios y mestizos de las cercanías, de tal manera en una semana los líderes iban al frente de unos cincuenta mil hombres. Lo lógico era que el experimentado capitán Allende mandara a las tropas, pero la soberbia del cura ante el poder fue mayor, y Allende fue hecho a un lado en San Miguel el Grande (hoy de Allende) y ahí aceptó Hidalgo ser llamado “Generalísimo” (eso no sería suficiente para su ego, más tarde sería: “Capitán general de América” y luego hizo que lo saludaran como “su Alteza Serenísima”), todo pese a su absoluta ignorancia en materia militar.
Podría decirse que la Independencia se inauguró en Guanajuato con una de las más grandes matanzas de la historia. Tragedia que de la que fue testigo un joven de 18 años, que después sería una figura: Lucas Alamán. Años después, en su “Historia de México”, escribiría: “[…] dieron suelta a su venganza. Los rendidos imploraban en vano la piedad del vencedor, pidiendo de rodillas la vida […]”.
Meses después, bajo proceso Hidalgo, cuando los del tribunal le preguntaron sobre las matanzas que hacía de los prisioneros sin que los sometiera a juicio, el cura respondió: “No era necesario, sabía que eran inocentes”.(¡!)
Esos desmanes solapados por Hidalgo fueron, entre otras, las causas de las desavenencias con Allende. Otros, que apoyaron o simpatizaron con el movimiento de 1808, como Azcárate o Beristáin y Sousa, que había sufrido cárcel por lo mismo, se pronunciarán en contra de los insurgentes. La mayoría de criollos se hizo a un lado, y otros apoyaron en contra.
Hidalgo, con los rápidos triunfos creyó que todo sería sencillo, pero sus huestes no tenían dirección. Allende insistía que había que entrenar al ejército, Hidalgo creía en su fuerza natural. Allende fundía cañones, fabricaba granadas, mientras su Alteza Serenísima mataba gachupines prisioneros.
Muy poco duró el gozo. En escena entraría un general, este sí entrenado, Félix María Calleja, veterano de batallas como las de Argel o Gibraltar. En poco tiempo destruye los sueños de Hidalgo.
Después de la derrota de Puente de Calderón los jefes de la revolución destituyen a Hidalgo. De no haber ocurrido así, tal vez Allende habría cumplido su deseo de asesinar al cura, ya que era obstáculo para el triunfo revolucionario.
A los cinco meses de iniciar la guerra de independencia Hidalgo, Allende y otros fueron capturados cuando huían hacia el norte, el 21 de febrero de 1811.
Todo habría acabado, sin embargo, faltaban Morelos, Guerrero, Bravo, Victoria…