Esa noche, el autor de La región más transparente, inició su intervención aludiendo a la importancia de un premio consagrado ese año a la edad más entrañable del ser humano: “la niñez, pero la niñez amenazada hoy en demasiadas calles del planeta”.
Fuentes orientó sus palabras hacia la reflexión de una época, la de la segunda mitad de los noventa. Contrapuso los valores exaltados por Píndaro: “Virtud, valentía, fuerza y justicia, el uso moderado del poder y la gloria que todo ello otorga”, con las palabras de Simone Weil cuando ésta señalaba que “el imperio de la violencia es infinito, puede ser tan grande como la naturaleza”. Convencido de la necesidad de contrarrestar ese horror, el autor galardonado brindó tres consejos para disiparlo: “no admires el poder, no detestes al enemigo y no desprecies a los que sufren”.
Para Fuentes, el siglo XX había idolatrado el poder y acumulado dolor sobre los hombros de los seres sufrientes. Por eso vio prudente aprovechar la alabanza que supone un reconocimiento como el Premio Asturias para meditar sobre la necesidad de crear una civilización común, “diversificada pero compartida, a fin de merecer nuestros premios”.
La lección de humanidad y belleza para la plural civilización hispanoamericana dada por los pensadores y artistas asturianos, también fue motivo de alabanza por parte de Fuentes. Por igual lo fue la lengua y cultura compartidas que atravesaron el Atlántico “para llevar el abrazo mediterráneo hasta las costas americanas y proseguir allí, más allá de los crímenes de la conquista y los abusos de la colonización…”.
Peregrina y mestiza, así vio el autor de Cambio Piel a nuestra cultura: “mezcla de muchas razas y culturas: ésta es la razón de su continuidad y su fuerza”; y así también la percibió como “fruto de muchos exilios, migraciones, trasiegos: éste es el impulso de su dolor, su coraje y su virtud”.
Universalizada y peregrina, para Fuentes nuestra cultura era una corriente, un flujo que impulsa a trabajadores y sus familias, sus memorias y su forma de saludar, de cantar, de reír, de desear. Y en ese trámite, también desafiando prejuicios, reclamando equidad e identidad. Y con ello también vio necesario sostener un perfil propio capaz de nutrir “las identidades nacionales a las que se integran en un mundo móvil, determinado por la comunicación instantánea, la velocidad tecnológica y el flujo de los mercados, tanto del capital como del trabajo”.
En ese cambiante contexto de los noventa, con el arribo de un nuevo siglo, Carlos Fuentes hacía hincapié en que se vivía -aludiendo a las palabras del poeta Alfred de Musset- “con un pie sobre las cenizas y otro sobre las semillas. No sabemos separar el pasado del porvenir, ni debemos hacerlo: ambos nos acompañan en el presente”.
Aunque a sus ojos el siglo XX fue una centuria de progreso inigualado, lo fue también de desigualdad incomparable. Pero a los conflictos, Fuentes también los supo ver como oportunidades para el intercambio, el diálogo, la concordia, la imaginación y la humanidad. A su juicio, la voluntad política había demostrado “que es posible reducir el imperio de la violencia y darle un rostro actual al deseo homérico de respetar al antiguo enemigo y de amar a quienes sufren la historia”.