Zapata asiente y dice, a su modo, que las tropas revolucionarias deben regresar a trabajar la tierra: “Los hombres que han trabajado más son los que menos tienen que disfrutar de aquellas banquetas (de la Ciudad de México) Y yo lo digo por mí, de que ando en una banqueta hasta me quiero caer”. Villa reitera: “Ese rancho está muy grande para nosotros. Esta mejor allá afuera”, y reflexiona respecto a que la lucha revolucionaria aún tiene muchos años por delante, pero avizoran su mundo ideal: irse a descansar en un “ranchito”, en unos “jacalitos”. Y remata: “Mis ilusiones es que se repartan los terrenos de los riquitos. Dios me perdone, ¿no habrá por aquí alguno?” y desata las risas de los asistentes. Zapata habla de cómo reciben sus tierras los campesinos que durante su vida habían labrado en beneficio de otros: “Le tienen mucho amor a la tierra. Todavía no lo creen cuando se les dice, ‘esa tierra es suya’. Creen que es un sueño”. El encuentro y banquete entre Villa y Zapata es un carnaval. Afuera las comitivas montan guardia. Fuera del hotel, en el recibidor están reporteros de diarios nacionales y extranjeros. La versión estenográfica de la entrevista entre ambos jefes revolucionarios es redactada en taquigrafía. Villa y Zapata se entienden, recuerdan sus primeros acercamientos a través de mensajeros, recuerdan sus cartas, se sirve coñac, pero Villa pide agua. Ya relajados tras la comida y la conversación animada por el licor, Villa reconoce en Zapata lo que ahora se llama un “interlocutor válido”. “Pues, hombre, hasta que me vine a encontrar con los verdaderos hombres del pueblo”, dice el jefe de la División del Norte.“Yo muy bien comprendo que la guerra la hacemos nosotros los hombres ignorantes, y la tienen que aprovechar los gabinetes, pero que ya no nos den quehacer (refiriéndose a motivos para seguir la guerra)”, dijo Villa.
Tras varios minutos más de charla, ambos se levantan y se dirigen junto con Serratos y Gutiérrez a una habitación contigua. Ahí conferencian en privado por cerca de una hora. Al salir, se dan discursos, se reafirma la intención de ambos ejércitos de impulsar el reparto agrario plasmado en el Plan de Ayala y confirmado en la Convención de Aguascalientes; se insiste en llevar a la Presidencia a un civil; y mantener la guerra hasta cumplir estos preceptos. Ambas comitivas se despiden. Pasa de las tres de la tarde y ahora ambos jefes revolucionarios alistarán el desfile triunfal de ingreso a la Ciudad de México del 6 de diciembre. Oleadas de soldados Durante el 5 de diciembre, tantos los ejércitos como Villa y Zapata organizaron el ingreso a la ciudad con el jefe policiaco Vito Alessio Robles. La madrugada del 6 de diciembre, las columnas comenzaron a moverse hacia los puntos de reunión. Se trataba de una masa tan inmensa de soldados como la ciudad no tenía memoria de haber visto. Las cifras establecen que se trataba de 50 mil tropas de la División del Norte, buena parte de ellas a caballo. El Ejército del Sur estaba formado por unas 15 mil tropas. Mientras que los norteños venían ataviados con sus trajes militares, los surianos portaban sus ropas de manta. La División del Norte partió desde Tacuba y la Hacienda de los Morales (hoy Polanco) rumbo a la Calzada de la Verónica (posteriormente llamada Melchor Ocampo, y hoy convertida en el Circuito Interior a la altura de la Verónica Anzures). El Ejército del Sur partió desde San Ángel, Tlalpan y San Lázaro. La columna estuvo compuesta por una avanzada de caballería del Ejército del Sur, seguida por los Dorados de Villa, su guardia personal. Detrás venían los dos jefes revolucionarios, y detrás de éstos el resto de sus ejércitos. Alrededor de las 10:00 horas, los dos ejércitos iniciaron su entrada triunfal a la Ciudad de México por la antigua avenida Tlacopan (hoy México Tacuba y Puente de Alvarado) hasta llegar a Rosales (hoy Eje 1 Poniente) hasta la Avenida Juárez marcada en ese entonces por la escultura de Carlos IV, mejor conocida como El Caballito, de Manuel Tolsá. Villa cabalgaba ataviado con su traje militar azul marino y gorra con un águila bordada. Zapata lo hacía con un traje de charro con chaqueta amarilla, con el águila bordada en oro en la espalda y sombrero también bordado en oro. El desfile continuó por la Avenida Juárez y bordearon el ala sur de la Alameda Central. Ingresaron por la calle Plateros (hoy Madero) y llegaron hasta la Plaza de Armas, cruzaron frente al Ayuntamiento y frente al Palacio Nacional, donde el presidente Eulalio Gutiérrez y embajadores los vieron pasar desde los balcones. Al ingresar al Zócalo, alrededor del mediodía, fueron recibidos por los repiques de las campanas de Catedral. Desmontaron en la Calle Moneda y se dirigieron hacia los balcones para presenciar desde ahí la última parte del desfile. En el Palacio Nacional los recibieron el presidente convencionalista Eulalio Gutiérrez y los embajadores de Guatemala, Brasil, Francia, Suecia, Alemania, China, Japón, España, Chile, Honduras, Cuba, Inglaterra, de los Países Bajos y de Nicaragua. A las 14:00 horas fue servido el banquete de honor presidido por Eulalio Gutiérrez. A su derecha se sentó Francisco Villa, y junto a éste José Vasconcelos. A la izquierda del presidente se sentó Zapata y a su izquierda, el ingeniero Felícitos Villarreal, ministro de Hacienda. El banquete fue dirigido por el Intendente de Palacio, General Guillermo García. Esa tarde se celebró, se brindó y se registró uno de los hechos más icónicos de la historia del país. Los dos jefes revolucionarios se dirigieron al Salón Presidencial donde se encontraba la Silla Presidencial y ambos debatieron si debían sentarse en ella o no. Finalmente Villa decidió sentarse en esa silla que tiene el águila en la parte superior, misma que en su momento fue ocupada por Porfirio Díaz. Ahí se tomaron las fotografías históricas. En una ven todos al frente a la cámara. En otra parecen conversar los dos jefes revolucionarios. Villa invitó a Zapata a sentarse en la silla, pero el jefe suriano no aceptó y se limitó a decir que la silla presidencial era mágica “porque cuando alguien bueno se sentaba en ella, al levantarse ya se había vuelto malo”. En la foto aparecen entre otros, el general Tomás Urbina, de la División del Norte; el general Otilio Montaño, del Estado Mayor zapatista; el general villista Rodolfo Fierro, y en la última fila el periodista John Reed. El resto de la jornada fue de fiesta. Cada jefe militar regresó a su hotel y esperaron a dar un siguiente paso en la lucha revolucionaria. Durante varios días las tropas continuaron conviviendo. Los soldados eran los que mandaban en la ciudad, pues la policía prácticamente era inexistente. Carlos Fuentes retrata esas jornadas en la Ciudad de México en su libroTiempo Mexicano, donde relata que “los soldados zapatistas ocuparon las mansiones de la aristocracia porfiriana en las colonia Juárez y Roma, en las calles de Berlín o Génova, el Paseo de la Reforma o la avenida Durango. Penetraron en esos atiborrados palacetes, llenos de mobiliario victoriano, emplomados, mansardas, cuadros de Félix Parra y jarrones de Sévres, abanicos y pedrería y tapetes persas y candelabros de cristal y parqués de caoba, escaleras monumentales y bustos de Dante y Beatriz.“Celebro que me haya encontrado con un hombre que deveras sabe luchar”, responde el jefe miliar del Ejército del Sur.
En los días siguientes Villa lo mismo recogió a niños huérfanos y los envió a Chihuahua para que tuvieran casa, sustento y educación, que visitó la tumba de Francisco I. Madero en el Panteón Francés, el 8 de diciembre, donde dio un discurso que concluyó con: “Aquí en este lugar, juro que pelearé hasta lo último por esos ideales; que mi espada ha pertenecido, pertenece y pertenecerá al pueblo. Me faltan palabras...” Y terminó llorando compulsivamente. La mañana del 8 de diciembre de 1914 tuvo otro emotivo acontecimiento. Francisco Villa rebautizó la calle Plateros como Madero. Pidió a parte de su tropa que le acompañara a la esquina de Plateros y San José del Real (hoy Isabel la Católica), y pidió que llevaran una escalera, una tabla y clavos. Se hizo acompañar también de una banda de música. Villa trepó una escalera y clavó una placa de madera en el mármol blanco del edificio conocido como La Mexicana. La placa tenía la leyenda “Calle Francisco I. Madero”. En un discurso improvisado amenazó con fusilar a quien intentara retirar la placa o cambiar el nombre de la calle. Más tarde, el cambio de nombre fue ratificado durante una sesión de cabildo del Ayuntamiento de la Ciudad de México en 1914. Los jefes revolucionarios saldrían de la ciudad sin la pompa con que aquel 4 de diciembre conferenciaron en Xochimilco o con el despliegue de fuerza con que desfilaron el día seis. Años más tarde aquellos contra quienes lucharon acabarían con ellos. Instantánea La icónica fotografía de Agustín Víctor Casasola está llena de detalles poco divulgados:“Nada de esto les llamó demasiado la atención. En cambio, les fascinaron los espejos de estas residencias, los enormes espejos con no menos gigantescos marcos de oro, repujados, decorados con acanto y terminados en cuatro grifos áureos. Los guerrilleros de Zapata, con asombro y risa, se acercaban y alejaban de estas fijas y heladas lagunas de azogue en las que, por primera vez en sus vidas, veían sus propias caras. Quizás, sólo por esto, la Revolución había valido la pena: les había ofrecido un rostro, una identidad”.