Oaxaca, México.-"Armando H. Zozaya era un periodista aficionado a resolver casos criminales misteriosos”, así da inicio “Mensaje inmotivado”, el primer cuento del libro Muerte a la zaga, de María Elvira Bermúdez. Nacida en Durango, uno de los estados del norte que más ha sufrido los azotes del narcotráfico, y a inicios del siglo XX (1912), María Elvira Bermúdez no sólo produjo a ese detective joven y trabajador, caballeroso y bien vestido que resolvía, sin paga de por medio y con una inteligencia a la vez rigurosa y desbordante, casos criminales en barcos de tripulación cosmopolita o en casas de huéspedes en la provincia mexicana, sino también a María Elena Morán, la esposa de un diputado por el estado también norteño de Coahuila, cuya afición por leer historias de detectives y a imaginar casi compulsivamente la distinguieron como la primer detective mexicana, al menos en el terreno de la ficción.
En la fotografía que ilustra la contraportada de Lecturas Mexicanas 31, Segunda Serie, donde se reprodujo en 1986 la segunda colección de cuentos policiacos de la duranguense, María Elvira Bermúdez porta un gesto entre retador y adusto. Los anteojos agatubelados de la época, mitad de pasta y mitad metal, caen diagonalmente sobre la cara, contribuyendo a ocultar uno de sus ojos bajo una sombra exigua. Sería fácil caer bajo la impresión de que el rostro del retrato está guiñando el ojo izquierdo, más un gesto de complicidad en este caso, que de coquetería. El cabello corto, de apariencia fino, termina con las puntas hacia arriba, como si hubieran pasado bastante rato bajo la presión de los rulos de plástico azules o rosas que peinaron a tantas mujeres del medio siglo. La horizontal línea de los labios lo anuncia todo: esto es en serio. Aquí está pasando algo y yo voy a saberlo.
En 1961, unos ocho años antes de que Rafael Bernal publicara su Complot Mongol, oficialmente reconocida como la primer novela negra producida en el país, La Pre-Primera Detective se enfrentó a un caso ardiente: un crimen pasional que involucraba la muerte de una escritora acaso lesbiana, una crítica literaria con cierta afición por poetas y escritoras del siglo XIX, una periodista acostumbrada a visitar a las autoviudas de una cárcel citadina, un grupo de licenciadas y jueces organizadas en un sindicato, y hasta una paradigmática taxista. Todo esto, por supuesto, bajo el título de Detente, sombra, un verso aptamente cortado de la insigne Sor Juana.
Si nos atenemos a las fechas y las tramas, los orígenes de la novela policiaca mexicana no se circunscriben al Distrito Federal sino que se extienden a la provincia norte del país. De manera por demás ominosa y acaso profética, es en los alrededores de Ciudad Juárez que se lleva a cabo “Las cosas hablan”, el cuento en que María Elena Morán descubre el crimen y el asesino gracias a su capacidad (“esa manía tuya”, diría su esposo el diputado) “de comparar las personas a las cosas y las cosas a las personas”. Asimismo, “Cabos sueltos”, el cuento que enfrenta a dos hermanos, toma lugar en Durango, y “Muerte a la zaga”, en relato en el que una mujer despechada casi se sale con la suya al deshacerse de un hombre, se desarrolla en un barco que lleva a los personajes de Veracruz a Tampico.
Me gusta Armando H. Zozaya. Veamos. Cuando por casualidad se topa con las hermanas Germana y Carmela en la plaza de Armas de Veracruz y esta última, una antigua novia de sus tiempos de periodista en Puebla, lo conmina a invitarlas a tomar algo, él responde sin problema alguno y de forma casi inmediata: “¡Cómo no! ¡Encantado!”. Y cuando Rafael Dorantes, el actual esposo de Germana y también antiguo novio de Carmela, lo invita a unirse a un grupo peculiar para dar un paseo en barco, el detective amateur no duda en cancelar su fecha de regreso y postergar compromisos de trabajo para disfrutar la brisa del Golfo de México. Luego, cuando poco a poco va dándose cuenta de que el asesino es, en realidad, una asesina, Armando H. Zozaya no se vanagloria de su hallazgo y ni siquiera hace comentario moral alguno sobre la responsabilidad criminal de la mujer. En lugar de eso, atormentado por el conocimiento de una verdad que en mucho le parece una traición, Armando espera a la presunta asesina “acodado en la barandilla más alta del buque” para hablar con ella. Cuando la asesina, ya descubierta, le grita: “Ríete, ¡ríete tú también! ¿Por qué no te ríes? ¡Debes sentirte muy satisfecho de tu proeza! ¡Me descubriste!”, Armando H. Zozaya se niega a la salida fácil y a la prosopopeya de su género. Dice: “Cálmate, ¡por Dios! Créeme que no me siento nada satisfecho. Preferiría no haber descubierto nunca…” Que ella, ya sin salida pero también sin arrepentimiento alguno, decida saltar hacia su propia muerte para evitar la burla ajena (“nadie se reirá de mí”), escapando asimismo del castigo de una justicia que no tomaría en cuenta su condición de mujer traicionada, no hace sino reafirmar las alianzas peculiares del relato. Finalmente, cuando en contra de quienes lo tratan de convencer de permanecer a bordo se lanza, ya sin saco, al mar, y sobre todo cuando escucha el veredicto final (“tiburones”), Armando H. Zozaya sigue siendo ese hombre empático y curioso, compasivo y flexible y fácil de llevar que lo convierte, aún en 1985, en uno de esos hombres sensibles de los 90.
A María Elena Morán le gusta ser y parecer inteligente. A través de diálogos cerrados y más bien escuetos, la Primera Detective va desentrañando misterios sobre todo para su primer escucha: Bruno, su marido. Él no sólo le pone atención sino que también, aunque con discreción, la celebra. Lo bueno de María Elena es que a su inteligencia también le alcanza para burlarse de sí misma. En “Las cosas hablan”, luego de haber resuelto el caso, Bruno se pregunta con bastante extrañeza cómo fue que “si tengo el sueño tan pesado, me desperté antes de la hora de costumbre”, una acción fundamental en el desarrollo de la trama. La Primera Detective, en modo francamente autoparódico, ofrece de inmediato una complicadísima teoría involucrando entre otras cosas la telepatía, pero se deja interrumpir por la pragmática sospecha del marido: “A lo mejor desperté por el humo.” En “Precisamente frente a tus ojos”, una lectura intervenida de “La Carta Robada” de Edgar Allan Poe, la feliz poseedora de la clave del misterio se niega a descubrir el contenido del mismo: “—¿Tú qué dijiste? —contestó riendo María Elena—. Ya me dijo, ¿no?”.
Y pues no.
* Cristina Rivera-Garza, su último libro es El mal de la taiga
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