Oaxaca, México.-(proceso.com.mx).- Por su riqueza cultural, las ceremonias de Día de Muertos de todos los pueblos indígenas de México fueron distinguidas por la Unesco como Obra Maestra del Patrimonio Oral e Inmaterial de la Humanidad.
Además de las importantes festividades en Mixquic, en el DF, o las efectuadas en Michoacán donde sobresalen Pátzcuaro y Janitzio, en los estados de Puebla, Guerrero y Morelos también se llevan a cabo celebraciones que conservan de manera intensa el carácter ritual de sus tradiciones.
En la región centro-sur de México destaca Ocotepec, una población antigua del municipio de Cuernavaca, donde las festividades a los muertos constituyen una de las más importantes de su calendario ceremonial, informó el Consejo Nacional para la Cultura y las Artes (Conaculta) en un comunicado.
El 31 de octubre y 1 de noviembre se tocan las campanas de las iglesias y se ofrecen misas por los difuntos.
Durante ambos días, la gente espera a sus seres queridos que regresan del más allá. Para recibirlos, los deudos montan altares donde disponen viandas del gusto de los familiares a los que recuerdan y les colocan objetos que fueron de su pertenencia.
Este 2 de noviembre, la festividad en Ocotepec se verá engalanada con la entrega del facsímil del título de inscripción de las festividades indígenas dedicadas a los muertos en la Lista Representativa del Patrimonio Cultural Inmaterial de la Humanidad, como una forma simbólica de resaltar el valor universal de esta tradición que sigue conservando este pueblo morelense.
Una característica de los altares de Ocotepec es “el cuerpo simulado”, un bulto que viste la ropa y zapatos de la persona que falleció para dar la apariencia de que está el finado, en lugar de cabeza se coloca una calaverita de azúcar con un sombrero o un rebozo. Alrededor del cuerpo se disponen flores, velas y fruta, y en los pies la ofrenda de alimentos y bebidas.
Cuando se monta por vez primera la ofrenda a una persona recién fallecida, le nombran Ofrenda Nueva, en este caso los deudos son visitados por sus vecinos y amigos a quienes como muestra de agradecimiento se les da de comer y beber.
Los visitantes a las ofrendas deben llevar un cirio o vela para alumbrar el camino del muerto hacia su casa, costumbre que se conoce como “la cereada”, por los cirios que se obsequian.
Días antes de la celebración, los pobladores de Ocotepec acuden al cementerio a pintar y arreglar sus tumbas, el 31 de octubre lucen ornamentadas con flores, velas, papel picado y escarchas.
Con la idea de facilitar el regreso de las almas a la tierra, las familias esparcen pétalos de flores y colocan velas y ofrendas a lo largo del camino, que va desde la casa hasta el cementerio.
A finales de octubre y principios de noviembre, las poblaciones indígenas de todo el país preparan minuciosamente los manjares favoritos de los difuntos, que son colocados alrededor del altar familiar y de la tumba, en medio de las flores y de objetos artesanales. Estos alimentos se realizan con particular esmero, pues existe la creencia de que un difunto puede traer la prosperidad (por ejemplo, una abundante cosecha de maíz) o la desdicha (enfermedad, accidentes, dificultades financieras, etc.), según le resulte o no satisfactorio el modo en que la familia haya cumplido con los ritos.
La ceremonia en la que se hará entrega del facsímil se llevará a cabo en el panteón de Ocotepec. El presidente municipal de Cuernavaca, Jorge Morales Barud, recibirá de manos de Francisco López Morales, director de Patrimonio Mundial del INAH, el documento facsimilar del título de inscripción de las Festividades indígenas dedicadas a los muertos en la Lista Representativa del Patrimonio Cultural Inmaterial de la Humanidad.
Presenciarán la ceremonia Valentín Rogel, autoridad de Ocotepec, y el director del Centro INAH Morelos, Víctor Hugo Valencia Valera. También será develada una placa alusiva al acto, como una forma de reiterar a la sociedad el valor inestimable de esta festividad mexicana que se realiza en todos los rincones del país.
Las fiestas indígenas dedicadas a los muertos están profundamente arraigadas en la vida cultural de los pueblos mexicanos. El ritual se ha ido construyendo a través de los siglos con aportaciones indígenas, del catolicismo, del medio rural y de grupos urbanos, pero con una misma raigambre: la visión de los antiguos pobladores del actual México que percibían que al celebrar o recordar a los muertos se estaba en contacto con lo sagrado, con el inframundo poblado de seres mitológicos que se debatían entre lo humano y lo divino.
Las celebraciones brindan un espacio para la reproducción de diferentes expresiones: arquitectura simbólica, obras plásticas, técnicas y objetos artesanales, ceremoniales, música fúnebre, poesía, danza, narrativa popular, entre otros.
Con la fiesta del Día de Muertos, tal como la practican las comunidades indígenas, se celebra el retorno transitorio a la tierra de los familiares y seres queridos fallecidos. El periodo en el que se lleva a cabo, finales de octubre y principios de noviembre, marca también el final del ciclo anual del maíz.
Ese encuentro anual entre los pueblos indígenas y sus ancestros cumple una función social considerable al afirmar el papel del individuo dentro de la sociedad. También contribuye a reforzar el estatuto político y social de las comunidades. En las ofrendas a los muertos confluyen identidad, ritualidad, creatividad, estética, ética y consolidación comunitaria de la familia, el barrio y el pueblo.