Nexos
CarlosFuentes
Oaxaca, México.-En esta memoria, inédita hasta ahora y escrita poco tiempo antes de su muerte, Carlos Fuentes visita los años de su juventud en una ciudad de México despreocupada, nocturna, excesiva, incesantemente electrificada por la oferta de sus calles, sus marquesinas, sus regiones oscuras. Es la ciudad en la que el joven aspirante a escritor se sumergirá desaforadamente para merecerla, y de la que habrá de emerger, hastiado, para acometer otra tarea: escribirla.
Tengo una viva impresión infantil, renovada por los años cada vez que entro a Nueva Orleans y entiendo por qué “Mississippi”, en lengua algonquín, significa “el padre de las lunas”. Amé desde entonces —pasaba por la ciudad dos veces al año— la Nueva Orleans desplegada como un pequeño y brillante abanico que abre el continente del Norte a las islas del Sur: el Caribe; la Nueva Orleans que reclamaba, misteriosamente para mí (lo adivinaba, sin saberlo), más que la herencia francesa, la herencia española de una ciudad que William Faulkner (tampoco lo sabía yo entonces) describiría como “una cortesana, no vieja, pero tampoco joven ya, viviendo en una casa embellecida por el tiempo”.
Faulkner, que sería santo y seña de toda una generación de escritores latinoamericanos, acabaría por representar las tradiciones comunes a la América Latina y al sur de los Estados Unidos: la cultura de la derrota arrancada a la civilización del éxito; la cultura de los que nada tienen y deben, por ello, abrazarlo todo, incluyendo lo que no desean… el barroco.
Y es que en mi impresión juvenil dejar atrás Nueva Orleans y las grandes aguas del Mississippi era una despedida que me preparaba para admitir, sin saludarla, la tierra seca que me esperaba en las llanuras de Texas y luego, al cruzar la frontera, en el árido y espinoso norte de México.
La entrada anual a México por el norte era, primero, un contraste. Quedaba atrás un país moderno, ordenado, previsible. Entrábamos a un país antiguo, desordenado, imprevisible. Las señas de identidad, sin embargo, parecían desaparecer en la frontera. Poco a poco, el cacto era el habitante solitario del paisaje. Redondos como barriles, altos como centinelas, viejos como el sagrario, guardianes del agua escasa del desierto, cedían su espacio, en Monterrey, a las torres de una incipiente industria vigilada por el cerro de La Silla, más alto que el vecino cañón de la Huasteca, pero no que la ruta encaramada, tortuosa, que mi madre libraba, con admirable pericia, al volante del entonces flamante Buick de cuatro puertas. Tanta pericia que mi hermana y yo, en el asiento de atrás, apenas nos dábamos cuenta de las curvas y precipicios que nos amenazaban entre Ciudad Victoria y Ciudad Valles, al entrar, poco a poco, a otro mundo donde las minas eran invisibles, pero no sus ciudades, cada vez más opulentas: las grandes plazas de San Luis Potosí, la Real Caja y sus burros cargados de plata; la maravillosa Zacatecas, acaso, con Oaxaca, la más bella ciudad de México, con edificios de un delirio churrigueresco.
Tan ajeno como enemigo de la simplicidad que yo dejaba atrás cada verano, internándome en el alma central de México: la provincia de Guanajuato, sus plazas de laureles, sus teatros decimonónicos, sus callejones besucones, sus estudiantes en la Plaza de los Ángeles, su balconería suspendida, sus momias frescas, su cofre de oro y plata en la Valenciana. Éste sí que era otro país, otro México para mis ojos asombrados de niño. Sabía que desde aquí, desde Guanajuato, surgió la revolución de Independencia en 1810; sabía de sus curas letrados y sus mujeres fogosas y sus abogados patriotas. Aún no entendía que Guanajuato era, en cierto modo, el centro de México. Los hombres severos, un tanto lejanos, seriamente comprometidos, pero distantes, daban su tono a la política de mi país. Para mi literatura por escribir, daba, también, mujeres “morenitas, locas o muertas”, según López Velarde. Otros tipos humanos, más vulgares algunos, más refinados otros, darían la pintura cabal de mi país. Pero en el centro, el perfil de Guanajuato —su oratoria, su discreción, su disimulo, acaso su encanto— sería el alma secreta de México.
Sin embargo, lo llamativo era la persistencia del mundo agrario —la mayoría de los quince millones de mexicanos que sobrevivieron a la Revolución y ahora los veinte millones de mi infancia, que vivían en el campo. Y “vivir” era un decir, pues la tierra no era pródiga, México no era la Argentina llana y regada y rica. México era un puño cerrado de espinas. Sacarle frutos a este país en forma de cornucopia sería un milagro.
Lázaro Cárdenas había repartido la tierra y desterrado al latifundio. Su presidencia fuerte y tolerante había mantenido a raya a los nuevos caciques. De esto hablo más adelante, pero a fines de los años treinta, cuando yo iba de los Estados Unidos a México a vivir con mis abuelas, me chocaba el contraste entre la asepsia moderna del norte y la antigüedad insalubre y persistente del sur. Porque mi joven y patriotera alma guerrera atribuía a la vejez —a la antigüedad— lo que era pobreza, abandono, soledad inmensa del territorio al cual entraba por Laredo, preguntándome en secreto ¿vale la pena tanta diferencia, tanta excentricidad?
El tiempo le daría contestación a mi pregunta. México, al modernizarse, se americanizaría. Anuncios, productos, espectáculos. Pero muy pocos mexicanos hablaríamos inglés. En cambio, casi cincuenta millones de norteamericanos hablarían castellano. Y el México posrevolucionario saltaría —¿salud, sexo, falta de condones?— a los ciento diez millones de habitantes del año 2010.
Descubrí entonces, con la imagen del gran río Mississippi en la cabeza, que el agua era el bautizo trágico de México. Las dos vertientes de la Sierra Madre la arrojaban al océano Pacífico y al Golfo de México, condenando a la Gran Mesa central al abandono de la sequedad. México, mi ciudad, ya no era la que Bernal Díaz describió al entrar con Cortés en 1519: “Todo lleno de canoas y en la calzada muchos puentes… y por delante estaba la gran ciudad de México…”. Ahora, ya no había laguna ni canales, sino pobreza y atesoramiento líquidos. Seca y alta, la ciudad añoraba un agua que ahora debía llegar de lejos, cada vez más lejos. Recuerdo la bañera de la abuela Rivas, llena de un agua tan preciosa que usarla para bañarse semejaba un crimen. Un crimen lento y trabajoso, pues tener agua caliente exigía levantarse temprano, bajar al boiler y prender el fogón con leños y papel periódico a fin de tener un modesto fuego, horas más tarde. De ahí, acaso, la necesidad de amenizar el baño con patitos en la tina, jícaras coloridas para lavarse bien la cabeza y una no dicha renuencia a vaciar el líquido después del baño, pensando: ¿Cuántas veces usamos la misma agua a fin de ahorrarla? Impúdico pensamiento que la abuela Rivas, arropando al nieto en toallas gigantescas de las cuales, pensaba yo entonces, nadie podría escapar, no consideraba. Ella era, al cabo, una sobreviviente. Los botellones de agua “Electropura” eran repartidos puntualmente a las casas. Estaba prohibido beber el “agua de la llave” y los garrafones purificados nos salvaban de la sed. ¿Dónde se fue el agua?
Cualquier ilusión de sensualidad triunfante en los caminos mexicanos del desierto y la montaña era desvanecida por la profusa propaganda del año 1940: Almazán, el nombre del candidato de la oposición al régimen de la Revolución, aparecía en muros, proclamas, mantas, plazas de armas y balcones, proclamando la oposición a la candidatura de Manuel Ávila Camacho y el Partido de la Revolución Mexicana (PRM). Que los candidatos opositores (Vasconcelos, Sánchez Tapia, Graciano Sánchez, Almazán) proviniesen todos de la propia militancia revolucionaria, era una lección política primeriza. En 1940, por ejemplo, si Almazán hubiese sido escogido candidato del partido oficial, pues… no se habría ido a la oposición. Ésta era, en resumidas cuentas, una oposición interna contra un sistema sucesorio “revolucionario”.
Álvaro Obregón quiso reelegirse y le costó la vida. Plutarco Elías Calles quiso ser el “jefe máximo”, reeligiéndose de hecho a través de los presidentes que el propio Calles escogía y manipulaba. Producto de este sistema, Lázaro Cárdenas lo abolió. Reclamando para el presidente de México un poder propio no prestado, expulsó a Calles y llevó a cabo las reformas que impulsaron la modernidad mexicana: reforma agraria, nacionalización del petróleo, organización sindical, respeto a las libertades básicas, pero sin renunciar al ejercicio del poder. La izquierda oficial reclamaba como candidato en 1940 a Francisco Múgica, revolucionario combativo. Cárdenas, cercano a Múgica, prefirió a Manuel Ávila Camacho, “el soldado desconocido”, quien por principio de cuentas se declaró “creyente”, es decir, católico. Cárdenas, lejos de imponer su política, quiso abrir camino a un México que aprovechase las reformas de 1920 a 1940 a favor de un desarrollo capitalista de Estado, con fuerte contenido social y alianza con la democracia norteamericana a la luz de la inevitable guerra mundial. La selección de Ávila Camacho obedeció a todos estos factores más uno: detener el avance de los grupos pro nazis que se manifestaron con violencia en 1938.
Como no vivía aquí el año entero, la ciudad de México me parecía, cada verano, un sitio novedoso, una invitación a descubrir lo que no conocía del pasado urbano porque era más antiguo que mi memoria, o lo que desconocía porque era demasiado nuevo. Yo no imaginaba el futuro crecimiento de la ciudad y la imposibilidad, un día, de conocerla entera, como creía conocerla al escribir mi primera novela. Esta era la ciudad, aún asible, de mi tiempo; pronto sería la ciudad inasible del porvenir.
Entonces la ruta del Zócalo a la Avenida Juárez, al Paseo de la Reforma, que era la mía, se poblaba de los detalles renovables de las librerías de viejo de la calle de Tacuba y de los restoranes mexicanos de Donceles y Cinco de Mayo; de las tiendas de platería de la Avenida Madero; de los cines de la Avenida Juárez y Balderas; los hoteles viejos y nuevos, del Majestic al Ritz y al Prado, la Alameda, y sus globos aspirando al cielo, sus bancas verdes para ancianos y sus avenidas rumorosas para enamorados. El blando hemiciclo a Benito Juárez, intrusión protocolaria a un parque más determinado, eróticamente, por la estatua de una mujer desnuda (el cuerpo yacente pero tenso, dándonos la espalda, la cadera levantada y pidiendo algo más: Malgré Tout), y eclesiásticamente puntualizado por los templos de La Profesa y San Francisco y por la iglesia del convento de Corpus Christi, de este lado, y del otro, por el marmóreo palacio de Bellas Artes, vigilado por el fantasma de su arquitecto, el italiano Adamo Boari, quien lo inició desde 1904, lo interrumpió la Revolución, y lo reinició otro arquitecto, Federico Mariscal en 1934. Conviven, adentro, un telón de cristal de Tiffany y murales de Siqueiros, Tamayo y Rivera (éste, reproducción del prohibido y destruido por Nelson Rockefeller en el centro de su nombre en Nueva York cuando Rivera se negó a borrar la figura de Lenin). Conviven las esculturas exteriores de la armonía de Bistolfi y las flores, guirnaldas y máscaras de Fiorenzo, así como las musas de Marotti y los pegasos de Agustín Querol, anuncios de la vieja avenida de la Alameda “de detrás”, que tanto le gustaba a mi abuela Boettiger. Allí me llevaba ella, de los edificios venecianos del Colegio Mayor, a la doble fachada de las iglesias de San Juan de Dios y la Santa Veracruz, separados por una plaza secreta, aunque parezca pública, y seguida del Hotel de Cortés. Diluida la Alameda en el Puente de Alvarado (así llamado por el conquistador Pedro de Alvarado, autor de la terrible matanza del templo mayor, futuro fundador de Guatemala y acosado por los nahuas durante “la noche triste”) y la iglesia de San Hipólito, antes de perderse en lo que fue la casa del mariscal Aquiles Bazaine y su esposa mexicana, rumbo a la escuela de Mascarones, sede de la Facultad de Filosofía y Letras, a la que yo acudiría más adelante y de la cual doy un retrato.
Admito que hay ciudades que se suben a la cabeza. A mí se me suben Buenos Aires y París. Hay ciudades que en vez de subirse, se asientan o despliegan: Río de Janeiro. Otras se contentan con brillar en una especie de estuche sin tiempo: Venecia, Praga. Otras más, se insinúan con la modestia de la domesticidad: Santiago de Chile. Nueva York se asienta sobre su invisible trono de roca: no puede descender de sí misma, sólo le queda subir. México y Roma, en cambio, son las ciudades-estrato en las que las urbes del pasado coexisten para seguir con las del presente. Recuerdo: Buenos Aires huele a nafta (gasolina). México, a tortilla caliente. Nueva York, a cielo límpido, en toda estación del año. Londres era, cuando llegué por primera vez, un olor casi imposible de encontrar: tapetes de los años 20-40. Y París tiene su aroma de castañas en otoño, de río en verano, de piedra en invierno y de Metro siempre.
Cuando yo nací, la ciudad de México tenía un millón de habitantes y el país, México, veinte millones. De ahí el lema publicitario: “Veinte millones de mexicanos no pueden estar equivocados”.
La población del país, que rayaba los quince en 1910, al iniciarse la Revolución, había descendido a catorce millones diez años después. ¿Muertos en combate? Sin duda. Pero también, como advierte Enrique González Pedrero, muertos en balaceras de cantina y de enfermedades incontroladas. La ciudad de mi infancia era dueña de un perfil provinciano o, cuando mucho, de rancho grande a pesar de la magnificencia del Zócalo. El gran centro comercial de la ciudad era la Plaza de la Constitución, con sus palacios y su catedral, construidos sobre y con las piedras del centro ceremonial anterior, nahua, derruido por orden del conquistador Hernán Cortés para abolir una antigua legitimidad e instalar una nueva. Sin embargo, el pasado indígena insiste en reaparecer como obra maestra —el calendario azteca, la diosa madre Coatlicue, la de la falda de serpientes, su hija desmembrada y rebelde, Coyolxauhqui— asomando las narices apenas se escarba.
Al oeste del Zócalo, entre San Ildefonso y la Plaza de Santo Domingo, la vida universitaria se manifestaba con suntuosos adornos, los frescos de Rivera en la Secretaría de Educación y el Palacio Nacional, los de Orozco en San Ildefonso y la Suprema Corte, asombrando a quienes lo admiraban no sólo por su fuerza estética, sino por su ácida crítica de los gobiernos que encargaban las obras: generales cerdos, contubernios del gobierno, el clero y los negocios. La justicia como una gran puta carcajeante, la Revolución como una gesta melancólica o apenas una nostalgia perdida. Que esto hablaba claro de la sabiduría política de los regímenes que encargaban obras que los ponían como la proverbial cola de cochino, contrastaba con la rigidez ideológica de otras revoluciones —Rusia, China, Cuba—, y demostraba que en México, desde las novelas tempranas de Mariano Azuela y Martín Luis Guzmán hasta los más recientes frescos de Orozco y Rivera, los gobiernos toleraban —acaso azuzaron— un arte crítico hacia el propio gobierno, dándole a éste el aura revolucionaria que los artistas se empeñaban en negarle, mientras la autoridades hacían su tarea —educación nacional con Vasconcelos y Obregón, instituciones e infraestructuras con Calles, Pani y Montes de Oca, reformas del campo y la industria con Cárdenas…
La transformación promovida por los gobiernos de Obregón, Calles y Cárdenas suponía, también, crear una clase media y una burguesía financiera e industrial en un país que, en 1910, era 90% iletrado y sujeto a una minúscula elite latifundista y política. La crítica literaria y artística venía a reforzar la legitimidad adquirida por el hecho revolucionario mismo —las revoluciones se legitiman por serlas— sin darle al régimen las connotaciones negativas del estalinismo. Después de todo, se alegaba, la Revolución mexicana precedió por siete años a la rusa: mientras Lenin asaltaba el Palacio de Invierno en Petrogrado, Carranza instalaba el Congreso Constituyente de Querétaro.
La legitimidad, claro está, le pertenecía a los triunfadores de la Revolución que era, en un sentido lato pero no excluyente, la emergente burguesía nacional postergada por el elitismo oficial de Porfirio Díaz y sus allegados. Obregón y Calles, ambos surgidos de la pequeña burguesía del norte (Calles era maestro de escuela; Obregón, agricultor) se adueñaron de la “Revolución” con violencia, habiendo asesinado a Carranza quien a su vez asesinó a Zapata, y apaciguando a Villa antes de que, por turno, el Centauro del Norte cayese acribillado en su Chihuahua natal. Obregón y Calles sofocaron las revoluciones dentro de la Revolución (los levantamientos de los generales Francisco Serrano, Pablo González, Adolfo de la Huerta, Arnulfo Gómez). Pero las banderas agrarias de Zapata y Villa fueron incorporadas a la Constitución y todos acabaron consagrados con letras de oro en la Cámara de Diputados. La Revolución devora a sus propios hijos. Luego les erige estatuas y les regala avenidas.
Toda revolución pertenece a la épica mientras combate a la tiranía. Desemboca en la tragedia cuando se combate a sí misma. En última instancia, sin embargo, la revolución busca legitimarse. Saint-Just, ángel de la revolución francesa, hizo una distinción entre “la fuerza de las cosas” y “el orden de las cosas”, una contradicción que coloca al revolucionario entre “el demonio de la esperanza y de lo irremediable”. En México, Obregón y Calles intentaron superar esta oposición política eliminando a sus enemigos del momento revolucionario, pero abriendo la puerta a los enemigos del pasado involucionario, en cuanto servían para justificar la inclusividad generosa del nuevo régimen avalado, además, por el prestigio del reconocimiento internacional al hecho mayor de la Revolución, así con mayúsculas: La Cultura de y con la Revolución.
Había una legitimación revolucionaria que convertía a México en faro del progreso en Latinoamérica. Un desfile de intelectuales y políticos venía a saludar a la Revolución: el argentino Manuel Ugarte, el peruano Haya de la Torre, el brasileño Luis Carlos Prestes, el cubano Julio Antonio Mella, la italiana Tina Modotti, el norteamericano Waldo Frank. Y Valle Inclán, autor de Tirano Banderas, una gran novela que pasa en todas partes y en ninguna de Hispanoamérica, pero que es la novela-abuela de toda la narrativa de tiranos (Asturias: El señor presidente; Carpentier: El recurso del método; Uslar Pietri, Oficio de difuntos; García Márquez, El otoño del patriarca; Roa Bastos, Yo el supremo; Vargas Llosa: La fiesta del Chivo). Valle Inclán, famoso por sus “barbas de chivo” y su espléndida transformación del castellano académico y reglamentario en una prosa libérrima, “esperpéntica”, extravagante, burladora, deformante, preguntona —en Divinas palabras y las “comedias bárbaras” como Romance de lobos—, quizás fue Valle el más interesante viajero al México revolucionario y su estilo escandaloso es sólo el disfraz de su estética renovadora. Manco como el presidente Obregón, ambos asistieron a una corrida de toros para aplaudir al unísono, Obregón con la mano izquierda y Valle Inclán con la derecha.
Otros escritores fueron muy severos con la Revolución, como el célebre Blasco Ibáñez, autor de Sangre y arena. Sin faltar los críticos británicos que vigilaban una ciudad “acatarrada y hostil” antes de refugiarse en el paraíso primitivo de Oaxaca (D.H. Lawrence), denunciar la nacionalización del petróleo (Evelyn Waugh, a sueldo de las compañías inglesas expropiadas) y la persecución religiosa de Garrido Canabal en Tabasco (Graham Greene). O simplemente para desdeñar las “jorobadas iglesias” de la colonia mexicana antes de descubrir las virtudes del mescal (Huxley) y de Rusia (o más bien de Hollywood, que le dio y quitó a Eisenstein La tragedia americana de Thedore Dreiser, filmada al cabo por Josef von Sternberg). Vino Sergei Eisenstein, junto con su operador Tissé, a crear el imaginario —¡Que viva México!— del cual habría de vivir por mucho tiempo la iconografía cinematográfica de México: perfiles, indios, rebozos y cananas, haciendas y magueyes.
La Revolución había movido a un país tradicionalmente aislado de sí mismo, por montañas y selvas, desiertos y volcanes. El país que Hernán Cortés describió a Carlos V empuñando un tieso pergamino y devolviéndolo, arrugado, al emperador: “Esto es México”.
Las grandes cabalgatas desde el norte (Obregón, Villa) y desde el sur (Zapata), los ejércitos de campesinos acompañados de soldaderas y hasta de niños, las batallas, la toma de ciudades, los edictos de expropiación, todo cantado en los “corridos” que eran la canción de gesta de la Revolución, transformó —revolucionó— al país que aún vivía y a veces agradecía su siesta decimonónica y cambió a las clases dominantes, expulsó a la oligarquía porfirista y, como toda revolución que se precie, le “abrió las barreras a todos” (Thiers), es decir, le dio oportunidad a quienes aprovecharon la ocasión, organizó a las clases populares (CTM, CNC, confederaciones de trabajadores y campesinos) y autorizó el ascenso del número de “revolucionarios”. Se estrenó una nueva burguesía.
La Revolución había puesto de cabeza al país. La oligarquía porfirista fue expulsada. Millones de hombres y mujeres del pueblo ascendieron a la fortuna y al poder. Muchos más se dieron cuenta de que ahora la puerta de la educación y el bienestar se les abría. Muchos fueron movidos por la ambición. Muchos se contentaron con mejorar. Muchísimos más permanecieron en la miseria y su número creció con el de la población.
El último alzamiento militar, el de Saturnino Cedillo, lo sofocó el presidente Cárdenas en 1938, mismo año en que se nacionalizó el petróleo, se extendió la reforma agraria y se inició la industrialización del país.
Desapareció la “íntima tristeza reaccionaria” del poeta López Velarde, aunque no la ruptura de toda una “flagrante tristeza revolucionaria”. Desapareció también la vieja rivalidad entre la ciudad y la provincia. La provincia se había trasladado a la capital y sobrevivía en anuales regocijos de la nostalgia: el Club Sonora-Sinaloa, el Club Xalapeño, el de Tabasco y unos grandes menús opulentamente presentados en un país con al menos cinco grandes cocinas regionales: Oaxaca, Yucatán, Puebla, Veracruz, Jalisco…
Al cabo, los parientes de todo el mundo se mudaron de “la provincia” a “la capital”. Las razones de este éxodo generalizado fueron varias. La violencia revolucionaria sólo se calmó con la presidencia del más revolucionario presidente, Lázaro Cárdenas. Cárdenas, como lo explico reiteradamente, aceleró la reforma agraria, repartió la tierra, acabó con el sistema feudal de la hacienda, creó ejidos y cooperativas agrarias, nacionalizó el petróleo y animó la vida sindical. Pero nombró secretario de Hacienda, jefe de las finanzas, a un economista conservador, Eduardo Suárez, y permitió, sin censura, que se desbordara una ridícula nostalgia por el porfiriato. El actor Antonio R. Frausto tenía el monopolio del papel de Porfirio Díaz en el cine y así le vimos, bigotón y entorchado, con una doña Carmelita al brazo en México de mis recuerdos, En tiempos de don Porfirio, Yo bailé con don Porfirio y otras “porfiriadas” que le permitían a las nuevas clases medias cultivar la nostalgia de lo que nunca conocieron y, sobre todo, rechazar una novedad que transformaba al país, sin que ellos lo entendieran, en una nación para el provecho de la propia clase media nostálgica del porfiriato. Los verdaderos “porfiristas” eran, acaso, menos nostálgicos de un pasado que quizá no tuvieron aunque no reconocían la nueva hora propiciatoria de la clase media. Ésta, además de suspirar por don Porfirio, afirmaba, junto con su falsa idea del pasado, su religiosidad ofendida por las leyes de separación de la Iglesia y el Estado, así como de lo que ellos, los católicos fervientes, llamaban “la persecución” religiosa, o sea, la aplicación de los artículos de la Constitución que confirmaban la separación Iglesia-Estado, el viejo debate desde que Benito Juárez y la Reforma determinaran separar la fe religiosa de la política ciudadana, rompiendo un molde originado en la Colonia: el Estado es católico y la religión es el Estado.
Se sucedieron así, en mi niñez, las películas en que los sacerdotes (Arturo de Córdova, Fernando Soler) velaron intensamente por mantener la fe y, sobre todo, para efectos melodramáticos, el secreto de la confesión: ¡Cuántas almas se hubieran salvado, paradójicamente, si estos curas del celuloide hubiesen abierto la boca! El cine religioso suplía, en cierto modo, la prohibición de vestir hábitos impuesta al clero. Los curas del cine se pasearon por el mundo con cuello talar y manos en postura de oración perpetua. Más allá, estaba la figura unificadora de la virgen de Guadalupe, “La virgen que forjó una patria” en la película de Julio Bracho, “La virgen morena” fotografiada en tonos difuminados para no verle la cara, interpretada, según rezaban los anuncios por “señoritas de la más alta sociedad”.
Al cabo, todos los enemigos de ayer serían los héroes de hoy, consagrados sus nombres con letras de oro en la Cámara de Diputados. Había que dejar atrás la saña de la guerra civil. De ahora en adelante todos seríamos buenos mexicanos —con excepción del tirano Victoriano Huerta, asesino de Madero y encarnación de todos los males—. Incluso Porfirio Díaz, dictador durante tres décadas, era perdonado, si no oficialmente, sí en la opinión popular. ¿No era Díaz el héroe del 2 de abril contra el invasor francés? ¿No era el joven patriota encarnado por José Luis Jiménez en la pantalla? ¿No era el anciano patriarca (Antonio R. Frausto) donador de buenos consejos a don Susanito Peñafiel y Somellera (Joaquín Pardavé) y despedido con las lágrimas de Sofía Álvarez al partir para siempre en el Ipiranga rumbo al exilio? A Porfirio Díaz sólo le faltaba una canción de gesta. Pero los laureles los acaparaba el Benemérito de las Américas, Benito Juárez. Aunque los católicos más reaccionarios, cuando iban al excusado, decían: “Voy a Juárez”.
Acaso estas nostalgias no eran gratuitas. Las familias que huyeron del “interior” a la capital habían gozado posiciones privilegiadas durante las tres décadas de don Porfirio; algunas, por relación directa con el dictador; otras, por contacto con jefes del poder local como los Terrazas en Chihuahua (quince millones de hectáreas), Olegario Molina en Yucatán (otros quince millones), más los Torres en Sonora, los García Pimentel en Michoacán, los Garza en Durango y, paradójicamente, los Madero en Coahuila, familia de la cual saldría el “Apóstol de la Revolución”, Francisco I. Madero. Para no hablar de las trescientas mil hectáreas del magnate norteamericano William Randolph Hearst en Chihuahua y de las vastas propiedades del colérico inglés William Benton; de Palomas Land Company (cinco millones de acres); del T. O. Ranch (2.47 millones de acres); los 2.5 millones de acres sólo en Sonora de las compañías Sherman, Richardson, Sonora Land and Cattle, y Sonora and Sinaloa Irrigation Company); casi dos millones de hectáreas de la Texaco, y las vastas propiedades rurales de Henry Chandler, William Lengler, Marshall, Mengel, bien reflejadas por las rebeliones de Tomóchic, de los yaquis, de los mayos, las huelgas de Cananea y Río Blanco: anuncios de la rebelión por venir. Quinientos mil millones de dólares, calculó Enrique Flores Magón, era la suma de los intereses norteamericanos en México. Ello explica la saña contra mi país de los gobiernos de Washington entre 1911 y 1938, de lo cual hablo aquí más tarde.
En mi propia familia, mi abuelo Fuentes había sido director del Banco Nacional de México en Veracruz y los Salgado descendían del jefe militar de Oaxaca. El padre de mi abuela Rivas había encabezado la Casa de Moneda en Sonora. Pero el tío Romandía era un “self made man”, estudiante sin recursos que se unió muy joven a la persona del general Álvaro Obregón. El tío Juárez había ascendido hasta general del ejército a las órdenes de Venustiano Carranza.
La verdad es que las elites mexica- nas han durado poco. A veces los orígenes han sido muy humildes. Benito Juárez, niño pastor, sólo aprendió el castellano a los doce años de edad. Porfirio Díaz, guerrillero oaxaqueño, ascendió a la presidencia a los cuarenta y seis años y, con un intermedio, se instaló en ella entre 1884 y 1911. Pero en cada caso una nueva clase política y económica surgió con ellos y se perdió con ellos; notablemente, las elites porfiristas, exiliadas y expropiadas a medida que ascendían las nuevas elites de gobierno, los negocios y el sindicalismo (Aarón Sáenz, político y hombre de empresa; Luis M. Morones, líder de peso; Joaquín Amaro, indio yaqui y alto jefe militar, Vicente Lombardo Toledano, intelectual y líder sindical, etcétera).
De esta manera los azares en mi propia familia eran parte, causa y efecto, de un movimiento general de la sociedad. El país convulso no permitía la formación de elites permanentes, como las que se crearon en Colombia, Chile, Perú o Argentina. Revísese la historia de Colombia; remárquese el número de veces que en la presidencia de la República aparecen los apellidos Lleras, Restrepo, Mosquera, Ospina, Caballero y Caro. Nótese el dominio en Chile antes y después del Frente Popular de los apellidos Larraín, Suvercasaux, Letelier, Undurraga. Y en Argentina la “aristocracia vacuna” de los Anchorena, Martínez de Hoz, Alzaga Unzué.
El caso mexicano es por ello excepcional. País mestizo, el perfil europeo es raro en México y, cuando se da, pronto lo absorbe la vasta corriente de mestizaje que produce su propia belleza como lo prueba en México la actriz Dolores del Río y en Brasil toda una pléyade de guapas mulatas. Visión del porvenir: el mundo se vuelve moreno y nada detendrá el movimiento de migrantes, las comunicaciones aéreas, la construcción y reconstrucción de familias migratorias. Tal es el movimiento de sur a norte que los norteamericanos WASP (White Anglosaxon Protestant) ven con miedo, emprendiendo campañas que van desde el horror antimigratorio de un intelectual como Samuel Huntington a las esporádicas manifestaciones contra la presencia latina de grupos reaccionarios de California y Arizona.
Digo lo anterior para relacionarlo con mis experiencias que aquí contaré de niño mexicano en los Estados Unidos. Hoy las recuerdo para reconsiderar que los “supremacistas blancos” olvidan. Que de California a Texas, éstas fueron tierras de la Nueva España hasta 1829 y de la República Mexicana hasta 1838-1848. Nuestra presencia es anterior, y anterior a nosotros son las comunidades indígenas diezmadas y expropiadas por el avance colonial hispano y anglosajón. ¿Cómo podemos, en el siglo XXI, olvidar estos orígenes cuando regresan al presente? Tenemos un parentesco con el pasado.
Las familias del porfiriato que se habían exiliado durante los años de la Revolución ahora regresaban a cuentagotas. Escogieron el rumbo de la ciudad que hoy se llama “la Zona Rosa”, es decir, las calles entre el Paseo de la Reforma y el Bosque de Chapultepec, ceñidas por Insurgentes y las ruinas del acueducto, Niza, Génova, Londres, Amberes, Hamburgo… nombres europeos a cuyo amparo bautismal acudían las familias desterradas. Vivían en casas de los años veinte, caracterizadas por una planta baja con cochera clausurada y a punto de librarse al comercio, y una planta alta con salón a la calle y un chorizo de recámaras alejándose de la luz.
Las casas delataban el estado de las fortunas posrevolucionarias: algunas eran amplias y tenían jardín; otras eran como colmenas empeñadas en mantener las apariencias. Enfrente, o de lado de la colonia Chapultepec, se abrían las residencias que pertenecían a familias destacadas de la banca, el comercio, las profesiones. Aunque de ambos lados del Paseo de la Reforma se abrían restoranes y salas de cine, uno que otro rascacielos comenzaba a desplazar —y acabó por desplazarlas totalmente— a las mansiones.
Las viejas familias —en la medida (cincuenta años) en que una familia permanece pudiente y visible para “la antigüedad”— regresaron cuando Lázaro Cárdenas restableció la paz. Regresaron porque el país se había pacificado, no porque se hubiera, formalmente, democratizado. Las familias del porfiriato, al cabo, habían hecho —la mayoría— fortuna bajo el régimen dictatorial de Díaz y las que venían de la era republicana de Benito Juárez tampoco esperaban encontrarse con un país democrático. Lo que querían era un país tranquilo. Y si la tranquilidad, sin democracia, les aseguraba, lenta pero ciertamente, un regreso al dinero y al poder ¿quién pedía más?
A veces había aquí un abono de rencor. Más veces, un suspiro de alivio. Sobre todo, una decisión de aprovechar, sin nostalgias, la nueva situación. Si a veces les humillaba estar al servicio de los viejos revolucionarios que un día los despojaron, por lo general, trataban de adaptarse a la novedad. Casaban a sus lindas hijas con millonarios feos (o al revés, chicos guapos y ricas feas) con la firme esperanza de, como se decía entonces, “mejorar la raza”.
Otros regresaron a la diplomacia, tragándose la contradicción de servir a gobiernos “emanados de la Revolución”, otros encontraban su nueva fortuna en las profesiones, en los negocios, incluso en la repostería. El pasado se iba borrando. A la segunda o tercera generación, ni quién se acordara de Porfirio Díaz. Su viuda, doña Carmen Romero Rubio, había regresado a México durante el gobierno de Cárdenas. La nostalgia del pasado sólo persistía en películas dedicadas a celebrar una época pasada e inexistente: Yo bailé con don Porfirio, La reina de la opereta, México de mis recuerdos, ¡Hay qué tiempos señor don Simón!
¿Y los indios? Eran el secreto de México en voz baja —y a veces alta—. Los que no eran o no se sentían “indios” hablaban despectivamente de los indios, la indiada, los indios pata rajada; y si el país era mayoritariamente mestizo, éramos mestizos con indios de indios. El héroe máximo de la vida pública mexicana era Benito Juárez, un indio zapoteca que aprendió tarde el castellano. Su ejemplo no bastaba para despreciar al indio o, lo que es peor, convertirlo en tributario sentimental de la injusticia.
Gran esquizofrenia: México prefiere identificarse con el mundo indígena vencido que con el mundo español vencedor. Hernán Cortés no tiene monumentos en México. Cuauh-témoc, último emperador nahua, da su nombre a calles, barrios, avenidas, ciudades enteras. Su estatua, su efigie, está omnipresente. Pero sus descendientes, los vencidos por los españoles, también han sido derrotados por los mexicanos. El ejemplo de Juárez nos permite disimular el desprecio y el olvido o practicar el sentimentalismo. Como escribe Agustín Basave Benítez, hemos apropiado el “esplendor del indio muerto” para desvincularnos de la “miseria del indio vivo”. La operación consistió en “ciudadanizar” a todos los mexicanos, sin distinciones raciales, lo cual es correcto si no volvemos invisibles a los ciudadanos concretos —indígenas, mestizos y blancos.
“Expulsables” para Lorenzo de Zavala, y “semisalvajes” para Mariano Otero, “envilecidos restos” para José María Luis Mora, a partir de Juárez y la Reforma se trata de conciliar a “caucásicos y aztecas” (Ignacio Ramírez). Pero la noción de “blanquear” al mestizo y al indio oculta el deseo de que todos —como los descendientes de Juárez— se “blanqueen”. Justo Sierra quiso “activar la mezcla” mediante la migración europea. Ésta, en México, fue escasa, en tanto que el mestizaje creció y el indio siguió relegado al olvido presente y a la celebración pasada. Trigo contra maíz, evolución contra retraso, optimismo contra pesimismo: el indio pierde.
La Revolución puso a moverse al país entero. Los yaquis castigados brutalmente por el porfiriato (arrojados, encadenados al mar como castigo por su independencia), los mayas mezclados a la fuerza con chinos para hacerles perder su identidad, se unen en la Revolución a las fuerzas del criollo Obregón. Joaquín Amaro, creador del ejército mexicano posporfirista, era un indio michoacano de pañoleta en la cabeza y arracada en la oreja. Lázaro Cárdenas se acerca a los indios, les devuelve tierras, derechos, dignidad. El cine los vuelve objeto de sentimentalismo distrayente: María Candelaria, Tizoc, Río Escondido. La pintura mural los beatifica a costillas de la conquista española: Diego Rivera en Palacio Nacional. Pero los indios desaparecen. El torrente del mestizaje se vuelve sino de México. El gran Fernando Benítez escribe, acaso, la crónica del ocaso indígena: Los indios de México (1989). Muchas de las voces que aún se escuchan han enmudecido. Muchos de los pueblos allí invocados, han muerto.
Las ciudades no saben que son observadas; de saberlo, se suspenderían, incrédulas, en un tiempo moribundo. No saberse vista. Ésta es la condición para que México reviviese en mi memoria infantil y juvenil. No sabía que yo la miraba.
¿Le corresponde a cada escritor escribir su tiempo, su país, su ciudad, antes de que desaparezcan?
Describo aquí una ciudad de México que ya no existe pero que persiste. Es el misterio de ciudades que se construyen a sí mismas capa sobre capa, el piso nuevo sobre el anterior, sin que cada nuevo estrato destruya al preexistente. El intento más radical de destruir a mi ciudad lo llevó a cabo el conquistador Hernán Cortés, al cimentar sobre la capital azteca, Tenochtitlán, la nueva ciudad española. Desapareció esa urbe, nació una nueva ciudad, barroca, neoclásica, francesa, moderna… la mía.
Reconozco el origen para conocer el presente.
En 1948 había ingresado a la Facultad de Derecho en la calle de San Ildefonso, intelectualmente dominada por tres jóvenes estudiantes: Marcelo Javelly, Rafael Corrales Ayala y Enrique Creel de la Barra. De este último me hice amigo. En él concurrían la avidez intelectual, la disposición a la parranda y la nostalgia de un país perdido. Me uní a él, sobre todo, por el segundo apellido que menciono y al cabo fue tal el arrastre de la vida urbana que abandoné los estudios y me dediqué durante un año a una fiesta parasitaria cuyos regalos y castigos descubriría más tarde. Decidido a sumergirme en la vida metropolitana con una irresuelta voluntad de tocar fondo para poder salir a flote escribiéndola, aunque también con una suerte de desidia qué me dejaba llevar de día en día, tomé nota de ese año 1949. El que me entregué a la ciudad nueva.
Sábado: fui al “sábado imperial” en casa de Federico Sánchez Fogarty, un elegante publicista de pelo entrecano, bigote a lo Ronald Colman, ojos verdes y tez aceitunada. Vestido de frac, dirigía discos de orquestas clásicas en su residencia de Tacubaya, y era escuchado con reverencia por la juventud dorada.
Domingo: las veladas de Sánchez Fogarty tienen una contrapartida bohemia los domingos en el caserón de Cristina Maya de la colonia Roma. La anfitriona, rubia platinada por los años, fuma de una larga boquilla. No habla. Sólo abre tamaños ojos mientras los jóvenes talentos leen sus textos y el pintor Adolfo Best Maugard, asistente del director ruso Sergei Eisenstein durante la filmación de ¡Que viva México!, propone sabios consejos y escandalosas actividades.
Lunes: en esta efímera formación del grupo “Basfumista”, cuyas aventuras irán de mendigar en las calles del centro a hacer el amor en cementerios nocturnos a formar colectivamente una “rueda de la risa” con cabeza de hombre sobre vientre de mujer sobre vientre de hombre y todo esto al son del preludio a Cristóbal Colón del compositor mexicano Julián Carrillo, inventor del “sonido 13”, una división del tono no sólo en los acostumbrados dos semitonos, sino en tres tonos terceros, cuatro tonos cuartos y así. El efecto de esta revolución musical sobre la risa y el sexo me resultaba tan inexplicable como verificable… Acaso sin saberlo, nos reíamos del nuevo orden social de la revolución, de la revisión.
Martes: en la asamblea de los liróforos apareció con estruendo por no decir con escándalo, Guadalupe “Pita” Amor. Buena poeta de la estrofa clásica, la mejor obra de Pita era ella misma: apenas se descubrió adolescente, entró a la misa de la Sagrada Familia y despojándose de su abrigo de pieles, se mostró desnuda, decía, “Ante Cristo”. Diego Rivera la pintó desnuda y con una varita escribiendo en el polvo. Pita se situó junto a su propio retrato en la gran exposición retrospectiva de Rivera en Bellas Artes, inaugurada por el presidente Miguel Alemán. Al detenerse Alemán frente a este cuadro, Pita exclamó:
—¡Es el retrato de mi alma!
A lo cual el jovial mandatario veracruzano respondió:
—Pues tiene pelillos su alma.
Pita hacía gala de su ingenio —“Tengo dos mil años de edad, menos la Grecia que me quito”— y también de su mal humor. La acompañé en una ocasión al teatro del Palacio de Bellas Artes. Le noté un gesto incómodo al poco rato de habernos instalado. De pronto volteó, y le dijo al caballero sentado atrás de ella:
—Señor, deje de patearme el culo…
—Señora, yo…
—Carlos, defiéndeme de este insolente.
El “insolente” tuvo el buen juicio de quedarse callado. El telón se levantó a las 8:30 sobre la obra teatral Cristóbal Colón de Fernando Benítez. A las doce de la noche, Colón llegaba a América y los indios Guanahani saltaban lanzas en mano:
—¡Albricias, albricias, hemos sido descubiertos!
La obra de mi gran amigo Fernando duró dos días en cartelera. Cantinflas compró los elaborados decorados de Julio Prieto y estrenó con gran éxito su obra Yo Colón en el Teatro de los Insurgentes, donde Diego Rivera había diseñado un mosaico sobre las artes del teatro.
Pita Amor pasó de ser una mujer iluminada y arremolinada a una vejez entristecida. Deambulaba al final de su vida por las calles y cafés de la Zona Rosa, vestida como la Loca de Chaillot, con sombreros estrafalarios, ropas anticuadas, faldas anchas y chales de colores, ofreciendo hojas sueltas de sus poemas. No reclamaba atención ni fama. Vivía un mundo propio: la desembocadura del río de su vida. Nunca la quise más, no por una compasión que nos hubiese rebasado a los dos, sino por una profunda nostalgia del mundo bravío y a veces sin brújula que ahora recuerdo…
Miércoles: —¿A dónde vamos ahora? Paulette Godard ha posado para Diego Rivera y almuerza en Ciro’s del Hotel Reforma, decorado (faltaba más) con mujeres desnudas de Rivera. El regente de Ciro’s es A. C. Blumenthal, socio del “gángster” californiano Bugsy Siegel. Este es el lugar de cita (faltaba más) de Virginia Hill, la “Moll” o “Soldadera” del citado Bugsy. John Steinbeck vino a la filmación de la novela La perla y come en Ciro’s acompañado de un bebé lagarto al que le da de beber ginebra en un biberón, relacionando así la zoología con la audacia, excusa, dijo Aristóteles, para la figuración personal. Y Olivia de Havilland llegó a enloquecer al director de cine Emilio “El Indio” Fernández, y ahora…
Jueves: irrumpió en la vida de la ciudad un hombre joven de osadía y novedad enormes. Se llamaba Ruggiero Asta, era italiano y su novedad era que al contrario de cuantos aquí menciono, no tenía familia mexicana, ni amigos anteriores a su arribo o posteriores a su partida. Asta aseguraba una audacia personal manifiesta en sus camisas abiertas, sin corbata, sus trajes albeantes, como si el DF fuese realmente uno de tantos trópicos para europeos, su MG convertible de color amarillo, cuando estos autos sport aún no se conocían en México; su asombrosa indiferencia a cuanto calificaba la conducta de los mexicanos: ni política, ni familia, ni costumbres, ni religión o falta de ella, sin provincia de la cual llegar o en la cual refugiarse, sin el blanco del momento, sin referencias que lo atasen. Asta entraba y salía de salones, restaurantes, plazas y avenidas con una libertad de movimiento y un lenguaje italohispano singular que le permitía burlas, malentendidos y sobreentendidos que, no hace falta decirlo, seducían a las mujeres y desconcertaban a los hombres. ¿Iba en serio? ¿Se burlaba? ¿Decía lo que pensaba? ¿Quién era en realidad? ¿De dónde venía? ¿Qué ocultaba? Asta se paseaba por Reforma con su perro, un enorme danés de mirada ávida y belfos feroces, como si se burlase, adivinándola, de la juventud cristiana reunida frente a la iglesia de la Votiva los domingos, como si pasase por el bar del 1-2-3 sin necesidad de pedir una copa, como si ser invitado a su apartamento del primer piso en el Paseo de la Reforma fuese privilegio de vida o muerte. Que lo era. Cuéntase que cuando al cabo Ruggiero llevó a una joven mexicana a su lecho, el danés aulló desesperado, se escapó de la casa, subió jadeando al vecino monumento de la Independencia y se arrojó desde allí a la avenida. Falso o cierto, el perro fue encontrado una madrugada muerto al pie de la lámpara votiva de la libertad. Ruggiero se fue de México y me dio su dirección en Venecia. Su familia era propietaria de un gran emporio de lencería en la Plaza de San Marcos. Fui a verlo a su casa, un palazzo sobre el gran canal. La abuela Asta había fallecido y Ruggiero le disputaba a su hermano la propiedad del palacio. Habían optado por dividirlo con cercos: tú aquí, yo allí. La abuela había determinado —omisa en cuanto a la propiedad pero no a las costumbres— que los nietos se acostasen temprano y abandonasen la vida nocturna en aras de la puntualidad laboral. Ruggiero no aceptó mi invitación para salir a cenar, “debo acostarme a las nueve de la noche”. No lo volví a ver.
Viernes: Juan Soriano y Diego de Mesa invitan a un vernissage para develar el retrato que Juan le ha pintado a María Asúnsolo, una mujer de unos cincuenta años con piel luminosa y un gran mechón de canas arrancado de la frente. Asúnsolo es prima hermana de la actriz Dolores del Río: son de Durango y forman parte de un extenso clan al cual pertenecen, también, el director Julio Bracho y su hermana Andrea Palma, así como el actor Ramón Novarro (né Samaniegos). Dolores fue descubierta muy joven por el director de cine Edwin Carewe, cuando era la esposa de Jaime Martínez del Río, cuyas sombras aristocráticas cambió gustosamente por los reflectores de Hollywood. Aquí está en casa de Juan y Diego, y alrededor de la estrella se forma un halo, algo más que un círculo de admiración devota. Su belleza lo merece. Debutó muy jovencita en Hollywood y actuó con gran talento en el cine mudo, sobre todo en El precio de la gloria, donde era una campesina francesa durante la Primera Guerra Mundial. Tuvo interpretaciones importantes en Evangelina, basada en el poema de Longfellow, en Resurrección y sobre todo en una película largo tiempo escondida en los archivos de la cineteca de Praga: Carmen, donde Del Río se arranca el alma para darle un cuerpo vibrante a la cigarrera sevillana. El cine sonoro reveló el acento mexicano de Dolores y fue perdiendo audiencia: sensual y desnuda en los mares del sur (Ave del paraíso), decorativa en musicales (Volando hacia Río), increíble como Madame Dubarry, al cabo fue la musa del joven Orson Welles cuando éste, a los veintiséis años, tenía a Hollywood y a Dolores, cuya ropa interior Welles describe con erotismo incomparable.
Recuerdo estas anécdotas ilustrativas de la bizarrería excéntrica y concéntrica de la ciudad en transformación. Oligarcas arruinados, magos funambulescos, sinfonolas y genios de la pintura, escritores secretos y surrealistas extemporáneos, poetisas avasallantes y patronas de la cultura. Debo añadir que de mis diecinueve a veinte años me sumergí en este mundo por causas que no acabo de dilucidar. Por inconsciencia juvenil. Por rebeldía hacia la familia. Porque sin saberlo aún, registraba el habla, los lugares y las vidas, sin saberlo aún, de mi primera novela. Por zángano. Por tomar el camino fácil. Por fascinación. Por acción. Por omisión.
Hoy me extraña recordar mi pasividad de entonces como si hubiese decidido convertirme en puro espectador de la curiosidad urbana. No me sentía tan maravillado como extrañamente inerte, como si mirase para no ser mirado por el carnaval psicómico de una sociedad en mutación. Pero, ¿quién mira a quién? ¿El mirón a la sociedad o la sociedad al mirón? Me veo a mí mismo en aquella época tan mimetizado como una inofensiva lagartija que se parece a la selva para no ser notada —calificada, condenada, absuelta— por la jungla. Mímesis, sin embargo, es también imitación de lo que nos rodea y mi vida en la ciudad mutante de fines de los cuarenta era a la vez una imitación que me volvía invisible, y, sin saberlo aún, una invisibilidad que me permitía anotar dentro de mi imaginación y mi memoria, la vida de una metrópoli que yo vivía, apenas, en el anecdotario que aquí consigno.
Mimo, mímica, imitación, representación, expresión, aunque también halago del continente (la ciudad de México), más que de su contenido (mi incierta juventud), y mimo, al cabo, como refugio del cariño al que regresamos el día después de la fiesta, cuando las luces se apagan, las botellas vacías se arrumban, los globos se desinflan y el confeti es barrido por las escobas de la madrugada siguiente…
Cuando una madrugada fui arrojado de un taxi en movimiento como bulto, sin saber dónde o con quién había pasado la noche, mi padre que observaba con inquietud mal disimulada mis ires y venires, por fin me citó en el salón de la casa en Tíber 10, diciéndome escuetamente:
—Qué lástima. Has terminado en fracaso. Tu es un raté.
Al día siguiente le pedí su ayuda para que me encontrara trabajo y le dije que quería ausentarme del país y “encontrarme” a mí mismo lejos de la familia y de la sociedad que, fascinándome, me devoraba, me amenazaba con una facilidad mediocre y sólo me alimentaba para escribir, sin que yo lo supiera, al alto precio de la mediocridad y con la baja promesa de sobrevivir.
Esta idea no me cayó del cielo. En gran medida se la debo a Simonetta Moreno, como aquí la llamaré. Digo que frecuentaba entonces a una mujer secreta. Simonetta Moreno, de alta frente, ojos brillantes y mueca indescifrable, ataviada con trajes de inspiración rusa que la convertían en personaje de Iván el Terrible. La visitaba en su apartamento de la Avenida Melchor Ocampo porque ella me observaba con detenimiento, sin llegar a ninguna conclusión respecto a mi persona. Hasta que una tarde me citó en su piso y al verla con esa mirada brillante, como si le hubiesen insertado un par de diamantes en el lugar de los ojos, tuve la sensación de que, en medio del fantástico carnaval citadino, ella, Simonetta Moreno, había sido otra cosa, algo distinto. Mirándola de pie en la sala de su casa, mi refugio real durante los jóvenes años que aquí cuento, me cayó como una cascada la ciudad entera con un sentimiento de haberla vivido hasta donde me era dado y de que ahora debía abandonarla.
Por mi cabeza pasaban los horrores y las bendiciones de mi ciudad. Pasaban arribistas y nuevos ricos, histriones, periodistas improvisados a veces por la demanda publicitaria de este nuevo mundo mexicano. Pasaban niñas bien en busca de emociones mal, viejos políticos desconcertados por el cambio que ellos mismos, a veces sin darse cuenta, habían auspiciado, añorantes de un pasado más simple y de un futuro que los siguiese amparando. Y nuevos políticos deslumbrados por ideas de modernización, industria, progreso: poner el país al día. Todo prometido por una burocracia eficaz, a veces honesta, a veces no, todo este mural se me hacía presente al cruzar la puerta de Simonetta Moreno y dejar atrás lo bueno y lo malo de mi tiempo, lo ridículo y lo severo, la promesa y la desilusión, los rostros y las caricaturas acumuladas durante mi escasa edad y entrar aquí, al piso de esta mujer que me reservaba un placer sin pretextos, una entrega que, una y otra vez, me lavaba de las experiencias del día para abrirme por completo a la complicidad amorosa, a una entrega al disfrute que me permitía imaginar, a mis veinte años, lo que ella, a los cuarenta, aún desconocía.
El encuentro de una inexperiencia que se imagina el porvenir y una experiencia que se imagina el pasado era acaso el secreto no dicho de mi breve relación con Simonetta Moreno. La había visto en numerosos “cocteles” y al principio no me di cuenta de lo que su mirada me decía. Yo era muy joven, recién estrenado, carente de experiencia, apartando ramajes en un bosque social muy tupido y consciente de sus arboledas. A mí me devolvían indiferencia, curiosidad pasajera, sonrisas, uno que otro odio, pero nunca la atención que un día reconocí en la mujer de ojos plateados, pelo corto y atuendo zarista.
Simonetta Moreno me miraba. Bastaría este verbo para establecer una distinción. Me miraba y al hacerlo, de una manera misteriosa, atrayente pero que primero rechacé, me decía que yo era más de lo que aquí, en este momento, hacía y decía.
—¿Qué hiciste antes? —me preguntaba durante nuestra primera noche juntos—. Sí —insistió ante mi desconcierto—. Yo creo que ya hiciste algo interesante y que ahora lo has abandonado.
La entendí con recelo, le dije que sí.
Ella rió y dijo que la perdonara, no quería indagar en mi “pasado” (¡breve pasado!) sino gozar el momento.
Y lo gozaba intensamente, pues Simonetta tenía el don de provocar la sensualidad haciéndome creer que yo era el origen del placer. Y acaso lo era, si no por otro motivo, por mi simple ímpetu juvenil. Más que bien, sabía ella —qué bien lo sé yo hoy— que la sabiduría corporal le pertenecía a ella y que parte de su inteligencia sexual era hacerme creer que era yo. Hacérmelo creer era parte de su experiencia pero también de su placer. Haciéndome creer me daba un goce ajeno aunque novedoso y propio y se reservaba, sin manifestarlo, la sensación de ser amada por un joven con veinte años menos que ella.
La desproporción de edad es un excitante que nos arranca de lo que esperábamos a los veinte años sin saber todavía que veinte años después ella tendría sesenta y que a todos nos llega el momento del verdadero pudor, que consiste en abandonar los hermosos juegos de nuestra juventud. No renunciamos al sexo. Sólo le damos conductos más discretos, conyugales si es posible. Seremos, al cabo, pareja. Ya no celebraremos, ni nos será celebrada, la alegre promesa de la ciudad de nuestra juventud.
Que ella lo entendía lo entendí una noche. Simonetta me miró con gran ternura. Me repitió lo que me dijo al principio.
—Tú no eres el que pretendes ser hoy.
—¿Tu amante?
—Tampoco, ves.
—¿Entonces?
—Somos un muy agradable accidente.
Me miró con sus ojos de joya vieja.
—Muy agradable…
Se levantó de la cama. Se puso un indescriptible —maravilloso— batín que le sería útil para siempre.
—Echa un volado. Ya viviste lo que te tocó en esta etapa de tu vida. No la prolongues…
Traté de sonreír, de interponer un “pero”. Simonetta me silenció con un gesto de la mano.
—No la prolongues. Ya tuviste lo que debiste tener. No cruces la raya. No abuses de tu suerte.
—Tú eres mi única suerte —dije un poco idiotamente.
Ella sonrió.
—Los jóvenes airados, los “angry young men”, terminan en “silly old men”, viejos idiotas, si no abandonan a tiempo la juventud. Mira a tu alrededor. Hombres de cincuenta, sesenta años, bebiendo en la barra del 1-2-3. Hablando de sus conquistas amorosas porque sus acciones no hablan por ellos. Cortejando el ridículo. Prolongando una juventud que se fue sin ganar la vejez que se les viene encima.
Cómo recuerdo su mano acariciando mi mejilla con una ternura tan ajena a la pasión de hace una hora apenas.
—Terminado. Junta lo que aprendiste, olvida lo que no supiste y sé tú mismo, no le debes nada a nadie salvo a tu propia persona porque hoy, querido…
No dijo lo que quería decir. Sentí que se retuvo. No quería lastimarme. No quería que yo la lastimase.
—Porque hoy… Echa un volado.
Sonrió de una manera maravillosa. Se unían en esa sonrisa la alegría y el desamparo, las razones del fin de una relación y las palabras que dichas para mí, Simonetta se decía a sí misma.
—Recoge tus canicas y vete a otra parte.
Idea que refrendó en mí José Pagés Llergo, director de la revista Mañana y luego Siempre!, donde yo publicaba mis primeros escritos periodísticos. Pagés, pelo chino, casi rojizo, un cuerpo capaz de enrollarse y desenrollarse en una silla giratoria desde donde ordenaba titulares, artículos, reportajes para una revista que subsistía de milagro —la habían intentado suprimir los gobiernos, corromper los políticos, animar los millonarios esclarecidos, conscientes de que modernidad sin periodismo crítico es una gran mentira. Pagés, irónico, experimentado, casi cínico en ocasiones, sentimental en otras, hecho una charamusca en su sillón, los muy cerca (entrevistó a Hitler en 1938), me dijo así de directo:
—No enloquezcas. Vete un rato. Deja a la ciudad en paz. Vete a Europa. Pero lleva un cinturón de viborilla con pesos de plata y chiles guajiros para darle sabor al caldo.
Me fui. Pero me llevé —para verla mejor o de otra manera— a la región más transparente.
Quizás yo intuía, más allá de estos consejos, que debía alejarme antes de que el corazón anocheciera: aún no sabía lo que mi juventud extrema me daría en el porvenir. ¿Moriría el grano en el surco, crecería para dar frutos sólo si moría? Y temía a la tentación de la ingratitud, acusando a los demás de mis propias insuficiencias, incapaz de distinguir lo ganado de lo perdido. Sólo por mi persona.
Me sabía presa de una suerte de disrupción, una separación de mí mismo, una ruptura de mi propia promesa y de las experiencias anteriores, aquí narradas, en las que creía fundar mi futuro. Ahora todo esto amenazaba disolverse en una gran carcajada como la puta de Orozco, y aún no sabía qué imaginación me reservaba la experiencia, la experiencia misma. Al debutar, la década de 1950 me hacía sentirme mal, descorazonado e inútil, por momentos culpable, como si el carnaval urbano, después de cobrarme la entrada me expulsase del circo. No había vivido grandes amores. No había escrito libros, grandes o pequeños. No había cometido pecados mayores que obstruyesen —¿es esto el pecado?— la luz en mis ojos. Tampoco había tocado una nueva gracia que sustituyese la que ya me fuese concedida en cariño, amistad, maestros y libros, padres y abuelos. Nos rebelamos inútilmente contra lo mejor que tenemos. Es el signo de la adolescencia, que al cabo es una carencia, un adolecer que yo había prolongado hasta mis diecinueve años y ahora debía retroceder a ese momento en que preferí quedarme a leer El Conde de Montecristo que salir a esquiar en Acapulco, a fin de saltar de allí a mi vocación verdadera.
¿Me había servido la fiesta metropolitana, al menos, para conocer mis propias debilidades y superar las inútiles, conservando aquéllas —pasión, lujuria, tentaciones próximas y evitables a veces, a veces no, según la temperatura de cuerpo y espíritu—, arrancando de mi vida algunas raíces maliciosas o yermas, admitiendo otras condenadas por la moral pero bendecidas por el placer, grandes orquídeas devoradoras y devorables?
Escuché a mi padre. Escuché a mi amiga, Simonetta. Escuché al “jefe” Pagés. Me escuché, sobre todo, a mí mismo y oí un doble llamado, el de la independencia y el de la vocación. ¿Dónde, cómo conciliar uno y otro?
Había vivido una deliciosa inmersión en la ciudad que se describía a sí misma sin que ni ella ni yo supiésemos que yo intentaría describirla.
Y esa peligrosa inmersión en la urbe que exigía, a cambio de sus placeres, la entrega de la vida, ser totalmente de la ciudad para merecerla.
Para merecerla, sí.
¿Y para escribirla?
Carlos Fuentes
Escritor y ensayista. En su obra figuran más de 50 títulos —cuento, novela y ensayos—, entre los que se encuentran: Federico en su balcón, La voluntad y la fortuna, Cuentos sobrenaturales, Aura, La muerte de Artemio Cruz y La región más transparente.