Abraham Gorostieta
Oaxaca, México.-Cálida, amena, por momentos muy dulce, María Luisa Mendoza,
La China, es todo amor. Amor por el lenguaje hablado, amor de escribir y decir las cosas en su punto exacto, donde los adjetivos cobran un nuevo y mejor sentido y los sustantivos son brillantes. Amor por el arte, su casa esta forrada de pisos a techos por piezas exquisitas, cuadros de pintores prestigiados, detalles, estatuillas, muñecas antiguas, demasiadas vírgenes de Guadalupe, Cristos, piezas únicas y bellas en su detalle. Amor por los gatos y los perros que lo inundan todo.
Su voz es ronca, aparece entre filas de libros, busca un lugar en su casa de ensueño, demasiadas plantas, “yo las cuido personalmente, tengo el dedo verde” explica y dibuja una sonrisa en su rostro. Nace en Guanajuato en 1927, en la misma tierra que vio nacer a don José Chávez Morado, el gran artista plástico del arte postrevolucionario, la tierra de Wigberto Jiménez Moreno, el historiador y arqueólogo que estudió a profundidad las culturas mesoamericanas, de la compositora María Grever, del interprete de Agustín Lara, Pedro Vargas, del excepcional Diego Rivera, del muralista Octavio Ocampo, del inigualable Jorge Ibargüengoitia, del genial Walter Cross Buchanan, quien con su talento revolucionó Teléfonos de México y desarrolló ingeniería durante la Segunda Guerra Mundial, hecho que resultó estratégico, tierra de don Miguel Hidalgo y Costilla.
A sus 87 años es una mujer maciza, fuerte y vigorosa. Durante la entrevista, la mayor parte del tiempo se siente inquieta, juega con sus manos. Sus mascotas van y vienen, irrumpen ante la cámara, ladran, se hacen presentes. La escritora las reprende pero no le prestan mucha atención.
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La familia Mendoza, Cevallos y Romero ha estado inmersa en la función pública de Guanajuato por varias generaciones. “Vengo de una familia de políticos. Mis tíos, primos, hermanos, mi padre han sido diputados, senadores, gobernadores. Han recorrido toda la gama del poder, político y judicial”. Ella misma fue diputada federal por el PRI en el sexenio de Miguel de la Madrid, sin tapujos reconoce: “Llegue a la diputación porque la merecía, ha sido un camino que ya había recorrido toda mi gente. Mi abuelo que murió en San Luis de la Paz, ahí lo enterraron y fue Jefe de Municipio (alcalde), era un viejo muy fregón, a todo dar, director de la casa de moneda en Guanajuato. Mi tío Enrique Romero Cevallos, hermano de mi madre, fue diputado. Mi padre, Manuel Mendoza Albarrán fue diputado. Mi sobrino, Juan Carlos Romero Hicks fue Gobernador de Guanajuato y actualmente es senador”. Sin duda, la familia Mendoza y Romero ha recorrido todos los caminos de la política guanajuatense.
Se le encienden los ojos, sus ojos como los de un canario, negros, vivos, expectantes cuando habla de su padre, Manuel Mendoza Albarrán, quién, cuando participaba en su campaña para ser presidente municipal o para obtener una diputación, llevaba a la niña María Luisa de 3 años de edad a todos sus mítines y con ella en los brazos pronunciaba sus discursos, una estampa muy sui generis para esa fecha, tiempos en que las presidencias de Emilio Portes Gil y Pascual Ortiz Rubio solo duraron 2 años respectivamente. La escritora recuerda:
Vivíamos en una casa frente al Teatro Juárez, en la mera esquina estaba un balcón que por un lado daba al jardín y el otro lado daba al Teatro Juárez. Las musas que están ahí eran mis nanas. Mi padre amaba el mar, como buena gente del centro de la República y nos llevaba en convoy a todos los parientes en pequeños Ford’s. Cuando vi por primera vez el mar me dio mucho miedo; no salía de mi asombro al verlo y sentía terror. Mi padre me cargaba en sus brazos y se adentraba en el mar, yo a los gritos y con las manos alzadas lloraba y él para tranquilizarme me cantaba ópera.
“Mi infancia siempre olió a drenaje”, rememora la octagenaria escritora. El drenaje de Guanajuato durante mucho tiempo fue a cielo abierto. Un drenaje con decoraciones barrocas que durante 300 años ha inundado 19 veces la ciudad, debido a las lluvias del temporal. María Luisa Mendoza ganó el Premio Nacional de Periodismo en 1984, Estudió Letras españolas en la UNAM y Escenografía en la Escuela de Arte Teatral de Bellas Artes. Con fuerza recuerda a don Manuel:
Puedo decir que mi padre es el amor de mi vida, el hombre de mi vida, a veces pienso que lo inventé de tanto que lo amo y lo recuerdo, todos los días me aviento mi copita a su salud. Soy de las hijas que a diario se acuerdan de su padre, porque lo amé mucho. Era un celayense de muy buena cepa, de una familia muy numerosa como era la familia de mi madre, ellos vivían en una casa muy hermosa en Tres guerras, Celaya y entonces se la vendieron a mi abuela que era la de la lana. Mi abuelo era, como quien dice, el asilado político, era un médico muy importante, el Dr. Mendoza Guzmán. Cuando envejeció se fue quedando ciego y al final de su vida seguía dando consulta, ciego. Se iba en su coche de caballos que los tenía tan amaestrados que sabían a donde ir. Para ese entonces ya no cobraba, lo que me extraña mucho porque era tacañísimo.
Su madre, doña María Luisa Romero, fue la octava hija de una familia compuesta de doce hermanos, así se estilaba en la época, “la docena trágica” les decía la escritora a sus parientes. Guanajuatense, su madre nació en la casa de Moneda a contra esquina del Teatro Juárez. “Era una mujer muy mágica, misteriosa, que no tiene nada que ver conmigo que soy la explosividad y la impertinencia. Mi madre era el secreto, el silencio, la dulzura oculta. Pero para mí era imposible pues yo exigía que me amara a gritos y cantando como lo hacia mi padre, y no”, dice la biógrafa de Salvador Allende y mira al cielo con sus ojos de canario.
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En cuanto a novelistas mexicanos, Carlos Fuentes fue la máxima figura en la década de los sesenta. Consolidado su éxito internacional con
La región más transparente y con libros decisivos como
La muerte de Artemio Cruz y
Aura, en esa década publicó además una novela corta, lineal y espléndida,
Las buenas conciencias, que, como todos los libros importantes de la época, apareció en el Fondo de Cultura Económica que dirigía Orfila Reynal y bajo el ojo sabio de don Joaquín Diez-Canedo. La novela de fuentes es muy parecida a la infancia de
La China Mendoza. La escritora se sonríe cuando se le hace el símil: “Uy, Carlos se volvió loco un día que me lo encontré en la calle, éramos muy jovencitos, y le dije, ‘Carlos estoy leyendo tu novela y fíjate que toda mi familia se apellida Cevallos, que vivimos enfrente del Teatro Juárez y que me sorprende mucho ciertas similitudes’. Y bueno, Carlos se volvía loco. Daba brincos de sorpresa y alegría porque yo estaba constatando la veracidad de su novela, y aunque no tenía nada que ver con mi vida, yo le devolvía un gesto, a él y a su obra, como novelista, lo entiendo e imagino su sorpresa y gusto”.
Alfredo Kagawe Ramia fue un periodista que se hizo celebre en la década de los cuarenta al fundar y dirigir el periódico
Zócalo, demasiado amarillista. Personaje un tanto oscuro del diarismo mexicano fue gran amigo del presidente López Mateos, quien le dio 20 millones de pesos para que creara el
Diario de la Nación que sería la competencia del poderoso
Excélsior. Pero en los cincuenta,
Zócalo era un periódico muy amarillista y a la vez, muy popular. Fue el primer periódico donde trabajó la escritora, quien recuerda:
Empecé en el periódico Zócalo en 1954, de Kagawe, un periódico escandaloso, que decía cosas terribles, porque Kagawe era un empresario muy culto, muy inteligente y muy atrevido. Tenía mucho poder porque se sabía que estaba muy apuntalado por los hombres del poder y el dinero. Además tenía una estampa, era maravilloso, y algo rechazaste. Me invita él y ahí voy. Fue una etapa muy hermosa de mi vida pero no duró mucho porque me pagaban muy poco y yo siempre he estado en el hambre. Me preguntan “¿Por qué llegaste al periodismo?, pues por hambre contesto. “¿Por qué te hiciste escritora? pues por hambre, remato”, siempre he sido muy pobre. Mi papá nos dejó con una mano por delante y otra por detrás habiendo tenido tanta fortuna, pero él era pésimo con el dinero al igual que yo. Gracias a mi madre salimos adelante. Mi padre no nos dejó dinero pero nos dejó el ser honrados y nos dejó un nombre limpio, límpido como una sábana de García Lorca y de esa manera nosotros conservamos el apellido con orgullo.
En 1961 nació el diario
El Día que fundó y dirigió don Enrique Ramírez y Ramírez, un viejo ex militante comunista y que al puro estilo de Lombardo Toledano hizo famosa la frase de “hay que hacer la revolución desde adentro”, y pronto se dejó cooptar “por el Sistema”. Fue así que el presidente Adolfo López Mateos apoyó su periódico pues gracias al subsidió oficial, este diario no se preocupó por la publicidad y restó importancia a las páginas de sociales. Su sección internacional fue de las mejores de la época. Su suplemento cultural y su página diaria de cultura alcanzaron tintes brillantes, sobretodo cuando fue comandada por Arturo Cantú. La novelista fue fundadora del diario, quien extrae recuerdos de aquella época:
Fui fundadora de El Día, con Enrique Ramírez y Ramírez quién fue un gran director en mi vida. Me enseñó mucho, lo quise mucho a don Enrique, y nos hicimos muy buenos cuates. Iba yo a su casa, a las fiestas, a todo. Fundamos un gran periódico hecho por periodistas y ahí estaba Rodolfo Dorantes que fue otro de los grandes periodistas, una vez se fue enviado a Europa para cubrir un evento y entonces estaba con el antojo de comerse una birria y allá no le entendían, solo entendían beer y le daban cerveza y él se ponía furioso. Estaba también Luis Sánchez Arriola, excelente periodista, yo fui directora de El Gallo ilustrado, con Alberto Beltrán y tuve la suerte de llevar a los escritores de La mafia como se llamaban entonces, y escribían en primera plana y mis amigos pintores hacían las portadas, y El Gallo fue uno de los grandes suplementos.
Cuando don Julio Scherer recién nombrado director de
Excélsior, una de las firmas que tenía ese diario era la de
La China Mendoza. Fue ella quien instó a Carlos Marín a ir a pedirle trabajo a don Julio: “Váyase a trabajar al mejor diario de México, compadre –le dijo– y vaya como lo hacen los hombres, a lo macho vaya y pida trabajo porque es usted un periodista”. En esas fechas, la escritora era esposa de uno de los periodistas más sobresalientes del diario, Eduardo Deschamps, “fue una etapa muy bonita de mi vida, recuerdo con mucho cariño a Eduardo, fuimos muy felices pero todo se acaba, o por lo menos se acaba en mi vida”. Hay un dejo de tristeza y de nostalgia cuando la escritora habla sobre don Julio:
Conocí a Julio Scherer cuando trabajé en Excélsior, mi esposo era su amigo. Yo lo admiraba mucho, lo quise bien, pero llegó un momento en que todos los chismes, las habladurías, las circunstancias, mis entrevistas, mis opiniones lo fueron alejando de mí y un día Julio me lo reclamó y yo le contesté en el mismo tono, pues dejada no soy, soy muy simpática y muy suave, así me educaron mis padres pero dejada no soy. Además soy guanajuatense y por lo tanto, los guanajuatenses somos conspiradores. A partir de entonces dejó de ser nuestra amistad tan cercana y pudo ser muy cercana pues su mujer, Susana, fue mi compañera en el Colegio Francés Femenino, aquí en Tacubaya. Julio y yo fuimos cercanos por algún tiempo y después ya no fue así.
Actualmente publica una columna semanal en el diario. Pero su mirada y su gesto cambia cuando escucha otro nombre, de otro icono del periodismo mexicano: Zabludowsky, se sonríe y con emoción recuerda:
A Jacobo Zabludowsky le tengo mucho cariño, trabajé en su noticiero. Él me llamó y fue una simpatía súbita, fantástica. Fue una etapa de mi vida profesional muy intensa, muy veraz, muy alegre, muy de descubrimiento. Descubrí lo que era la televisión por él, vencí mi timidez. Fui la primera escritora que entró a la televisión después de ese monstruo que fue Salvador Novo, y digo la primera, porque era mujer y yo no era nada y Salvador era ya una leyenda.
La Chinaca del idioma, así la bautizó Salvador Novo, pues María Luisa hacia periodismo y “reinventaba el castellano”. Su columna, “La O por lo redondo” era enriquecedora por sus conceptos y también por el arriesgado manejo del idioma. Sus ojos de canario vuelven a brillar y ella se expresa: “A Salvador le quise bien y mucho. Tampoco fuimos íntimos, pero era tan interesante, tan culto y tan magnifico escritor, que no había forma de no quererlo. Un día me enseñó ha hacer unos bisteces al chile morita con papas y frijoles que le aprendí muy bien. Considero que tengo una gran influencia de él en mi obra”. Borges escribió lo siguiente:
La China nació escritora, siempre lo fue, habla como escritora y escribe como escritora, lo es de pura cepa, porque ama las palabras y les da un cuidado y un sentido muy peculiares.
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En 2001 ganó el Premio Nacional de novela José Rubén Romero, se suma a muchos de las distinciones y galardones que ha recibido a lo largo de casi 60 años de intensa actividad literaria. Becaria de la escuela de Escritores, recibió tutela de Juan José Arreola, Juan Rulfo, Francisco Monterde y Salvador Elizondo. De aquellos años la escritora rememora:
Acababa de suceder lo del movimiento estudiantil de 1968. Tuve la oportunidad de escribir sobre lo que yo había vivido en Tlatelolco en mi departamento. Gocé de la beca, y mis maestros fueron Arreola, Rulfo, Elizondo y Monterde. Juan José me ayudo mucho. Él era muy explosivo, de ciudad Guzmán y yo de Guanajuato entonces quizá por eso, porque éramos del Bajío nos conectamos tan bien, pues tenemos la misma expresividad, el mismo temperamento, la misma emoción, la misma pasión por el siglo de oro. Cuando yo le leía las primeras páginas de mi novela Con él, con conmigo, con nosotros tres, Arreola me detuvo y me dijo: ‘es como un acento de la secuencia de la película de Serguéi Eisenstein, El acorazado de Potemkin’, y de ahí en más floreció una amistad bella. Cuando yo fui a San Petersburgo, lo que quería era ver donde estaba y estuvo el acorazado, ver las escaleras de esa escena tan fuerte de la carreola, lloré como loca, siempre lloro cuando me devuelve la vida las escenas de mi obra literaria.
Otro de sus maestros, Juan Rulfo, le enseñó el arte del tejido de las historias:
era muy buen juez, justo, era un gran contraste con el otro juez que era Salvador Elizondo mi precioso Salvador, pero como juez era un desgraciado, malvado, de una crueldad terrible. Pero lo quise mucho y él me hizo sufrir mucho. A la salida de las sesiones yo lo llevaba a su casa y ya le perdonaba todo lo que me había hecho. Se trepaba a mi vochito y sacaba su cigarro de mariguana, cerraba todas las ventanas, ‘¡por el amor de Dios Salvador me vas a chamuscar’, le decía. ‘No pasa nada, no pasa nada, mira, dale una jaladita’, me respondía. ‘No, no me interesa’ y entonces con el humo y las ventanas cerradas Salvador me platicaba y me contaba historias maravillosas, y era ahí cuando me enseñaba el arte de escribir, luego lo dejaba en su casa y me iba a la mía. Llegaba con los ojos rojos, rojos y mi esposo Edmundo me preguntaba ¿qué tienes mujer? ‘Nombre, este desgraciado de Salvador prendió su cigarro’, entonces rápido hacia la comida y platicaba y platicaba. Y Edmundo me decía ‘le voy a decir a Salvador que no fume en el carro porque te me pones muy parlachina’.
- De aquellos años a la fecha, los personajes de las letras mexicanas se fueron empequeñeciendo. Han pasado más de 50 años y México no ha dado ningún novelista de aquellos vuelos.
- (Reflexiona por un momento su respuesta, por unos instantes la escritora guarda silencio) “Cuando yo entré a lo que es la vida real, es decir, la literatura, esto era un hervidero de autores, todos fregones: Monterde, Segovia, Arreola, Rulfo, Garibay, Fuentes, Pacheco, Ibargüengoitia, Manjarréz, Paz, Garro, Leñero, Pitol, Elizondo, Carballido, Novo. Uy, la memoria me falla, eran tantos. Las becas, los premios, las instituciones de cultura, el querer ser burócratas y no creadores, eso fue lo que pasó. Supongo que ha de haber pasado lo de aquella anécdota de Tata Lázaro. Cuando al presidente Cárdenas le dijeron: “Señor presidente, hay demasiados guanajuatenses en su gabinete, debe de tener usted cuidado”, él rápidamente se voltea y dice: “No hombre, ¿cuidado? Los guanajuatenses se destruyen solos” y tenía toda la razón. Unos a otros se fueron comiendo y se acabaron los grandes estallidos literarios, y luego vino la literatura chicana y fue una deformación, nuestro idioma se hizo chiquito. Lo he criticado mucho en las universidades del sur de Estados Unidos donde he dado clases y conferencias. En la actualidad hay grandes novelistas como Ángeles Mastretta, es la gran escritora mexicana, está Héctor Aguilar Camín, que acaba de escribir una apasiónate biografía de sus padres. Está Jorge Volpi, pero es verdad, son los menos.”
La escritora se ha tornado un poco melancólica, alza los hombros y explica: “Yo he tenido una nube negra sobre mí, en primer lugar ser mujer, después mi carácter, otra, ser muy inteligente –perdón por la vanidad–, y ser pobre y luego ¡oh Dios mío!, ser diputada, y no me lo han perdonado. Conocí la soledad y la sigo conociendo, por que
La mafia era y es dueña de los viajes, los premios, las becas, los nombramientos, todo. Yo formé parte de esa mafia pero me echaron pronto porque yo era demasiado conflictiva, demasiado explosiva”, dice esto último casi para sus adentros, como si le pesara mucho.
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Novelista y cuentista. Ha hecho ensayo, columna periodística, entrevistas, pero su mayor placer ha sido el periodismo: “Me ha dado todo –reconoce-, gracias a él conocí el mundo, mi adorado París, mi literario Moscú, mi encantadora Varsovia, mi místico Pekín, mi Latinoamérica mágica y surrealista, mi Argentina borgeana, mi contemporáneo Nueva York, y mi revolucionario Chile”. Cómo reportera de
El Día viajó a Chile junto con su esposo Edmundo Domínguez, los invitó el presidente Luis Echeverría, la escritora recuerda:
Descubrí un país de paisajes generosos, de alguna manera yo los conocía antes porque Carlos Fuentes me hablaba mucho de Chile, pero al ver las montañas llenas de nieve abrazando Santiago de Chile me impactó; La Moneda, los perritos tan pequeñitos, me enamoré de los hermosos soldados chilenos y su porte. Nunca imaginé que fueran a traicionar a un hombre tan extraordinario como Salvador Allende. Se le notaba la honradez, la pasión por la democracia, la verdad, la gran ilusión por un futuro real, democrático y libertario en América Latina. Pero se lo llevó el tren. Nos llegamos a caer muy bien Salvador y yo, un hombre pulcro, limpio, bien planchado que me hacia verlo como si fuese a un tío de pueblo.
De su amistad con allende nacieron tres libros: una biografía y dos de crónicas. En la década de los setenta conoció la poderosa Unión Soviética, don Enrique Ramírez y Ramírez le dijo: “Qué prefieres ¿ir a China o a la URRS?”, y la respuesta le tomó dos segundo: “Pedí ir a la tierra de Tolstoi, Doistoviesky, Chejov mis lecturas que tanto quiero, y ahí voy sin saber inglés, pero vencí el miedo, y me fui sola”.
A sus 87 años de edad hay un tema que ocupa su mente: La muerte:
Me preocupa mucho la muerte. Cómo no, si vengo de un estado de muertos. Las momias, antes, eran nuestros juguetes pues no había vidrios que las protegieran y de niños las picábamos para ver como se sentían. Ahora me preocupa mucho el tema por la razón de que estoy sola, toda mi gente ya se murió: Elizondo, Fuentes, Héctor Azar, y me quedé sola. Yo no me quiero morir, me encanta la vida, la comida, los gusanitos de maguey, los caracoles. Amo el amor, me quiero volver a enamorar, ¡claro que sí!, tengo muchas fuerzas para volverme a enamorar, conozco mucha gente que se quiere morir y va trabajando su tumba. Yo no.
Encendida de nuevo, sus ojos brillantes, su voz ronca, sus pasiones y sus odios, su entrega y su desdén, toda ella un fuego añora: “Quiero que se estudie mi obra con buena voluntad, con inteligencia, porque para eso me la he jugado toda mi vida. Yo quiero que haya un gran jurado en el cielo y que cuando Dios me abra las puertas del cielo, quiero ver a mi mamá. Que ella me diga que me quiso mucho. Qué me diga: ¡Ven aquí a mi lado chiquita mía!