México.- Los espíritus que se entusiasman ante el horror, aquellos que desean sentir cómo se curva la espina dorsal ante lo sobrenatural, vuelven y volverán siempre a los cuentos de Horacio Quiroga. A ese público hay que tenerlo en cuenta siempre, sin embargo, hay otras vertientes en la obra del escritor uruguayo, que Conaculta no ha pasado desapercibidas en la compilación
Horacio Quiroga. Cuentos para leer sin compasión en la colección Clásicos para Hoy.
Horacio Quiroga ha atravesado los tiempos consagrado como el escritor de una especie de oscuridad temible aparejada o encerrada tanto en lo cotidiano como en lo salvaje. Las geografías, ya sean naturales o humanas, tienen suelos desequilibrados, desmesuras fantásticas, pero reales y hacia ellas apunta una parte sustancial de su obra. Es el caso de los muy conocidos cuentos:
El almohadón de plumas y
La gallina degollada.
Dentro de esa línea narrativa, el cuento intitulado
Los buques suicidantes, trata la misteriosa omnipotencia de la naturaleza sobre la psique humana. “Resulta que hay pocas cosas más terribles que encontrar en el mar un buque abandonado”, comienza a decirnos el narrador. Es el caso que ha aparecido uno, el
María Margarita bajo la circunstancia de que horas antes alguna corbeta había tenido comunicación con la tripulación y en un lapso de horas, al encontrárselo y abordarlo, no había un solo pasajero. El agua para preparar la comida aún hervía, las camisetas de los marineros seguían colgadas secándose al Sol, pero todos han desaparecido sin dejar una pista que indique lo que ha ocurrido. Uno de los marineros que están reunidos escuchando el relato, alza la voz para decir que él mismo atestiguó la desaparición, inclusive viajó en el buque y vio lo que en él ocurría. ¿Será una presencia sobrenatural?, ¿es el sonido acompasado del mar?, ¿será el eterno balanceo del agua?, ¿el viento?...Quiroga encuentra que la exuberancia de la naturaleza hace infinito el juego de posibilidades en lo mínimo, ahí donde no vemos se oculta lo siniestro rigiéndonos.
Acaba de terminar el primer acto de
Tristán e Isolda, el complacido joven espectador aprovecha la pausa para dejar vagar la mirada, entonces la descubre, sentada en un palco, al lado de un marido anodino, la mujer más adorable que ha visto. Su mirada lo ha cautivado de inmediato, se siente enamorado. Por un instante cree que ella también lo ha descubierto y se siente feliz; momentos después se da cuenta que no es a él a quien observa, sino a un hombre sentado cerca suyo. Y lo intuye: se conocen bien. Hacia el final del segundo acto, el hombre abandona la sala, la mujer desaparece del palco. El narrador supone un feliz encuentro, pero lo que después ese hombre le relatará será la comprobación de que “todas las situaciones dramáticas pueden repetirse, aun las más inverosímiles y se repiten. La escena que vuelve como una pesadilla, los personajes que sufren la alucinación de una dicha muerta”. No es la historia de un destino golpeando la alegría, sino la de una torcedura y de condenas irrevocables lo que ocurre en
La muerte de Isolda.
“Metempsicosis, telepatías, espiritismos y demás absurdos de la vida interior no son nada en comparación de este mi propio absurdo en que me veo envuelto”, afirma casi desesperado el ingeniero Durán. La cuestión va así: una noche recibe una carta de un amigo lejano, Luis Funes citándolo a cenar en su casa; el mismo día ha recibido una llamada de un médico, Ayestarain, quien pide verlo con urgencia. Resulta ser que en la cena coinciden los tres personajes y se conoce lo que ocurre, María Elvira, hermana de Funes, ha contraído meningitis. Delirios, ansiedad angustiosa imposible de calmar la afectan, la proyección psicológica de su obsesión ha venido a caer en el ingeniero Durán a quien nombra todo el tiempo. Vale aclarar que ambos se han visto como mucho un par de veces, y que ella no reconoce ya a nadie de su familia.
La noche de esa cena, se suscita nuevamente el delirio, el médico y el hermano le piden que entre a verla. Cuando lo descubre en la habitación, la enferma le tiende su mano, lo mira y en sus ojos desaparece la fiebre y surge la felicidad. Debido al terapéutico resultado, Durán se ve comprometido a volver cada noche durante más de un mes a tomar parte de esa alucinación que calma la enfermedad y a la enferma, “pero los sueños de amor, aunque sean de dos horas y a cuarenta grados se pagan en el día”. Opio y calmante de un amor cerebral, Durán se volverá la sombra en
La meningitis y su sombra.
En el cuento,
Miss Dorothy Phillips, mi esposa, Guillermo Grant, el protagonista y narrador ha esperado 31 años, ¿esperado qué? una mirada capaz de robarle el aliento. Vive con esa sigilosa obsesión nutrida por las estrellas del cinematógrafo. Esa industria que interpreta sentimientos, sensaciones, que crea sueños que se vuelven más reales que cualquier otra realidad. Así que su ideal sólo puede realizarlo una actriz estadounidense, Dorothy Phillips. Pero Grant es un bonaerense sin más fortuna que el poderío de su imaginación. Para conquistarla idea imprimir un libro con fotografías de varias actrices del momento y con ese volumen se presenta en la meca del cine ante empresarios, accionistas, directores. Acercarse a un personaje solamente es posible convirtiéndose en un uno, porque hay otras extrañezas, otro arrebatos mentales, como lo es el prodigio de la imaginación poética.
Hay cuentos que son más que literatura, que se encajan en el corazón y que al encogerlo lo engrandecen, hay cuentos que nos traspasan y nos hacen saber que faltaban en el alma. Hay cuentos que nos hacen más humanos.
Juan Darién es un tigre cachorro, Juan Darién es un niño que ama a todos los animales, incluso a los más dañinos; un niño que ama estudiar y ama a sus compañeros. Pero el mundo no lo quiere, porque el mundo no hace espacio a las rayas que paradójicamente, todos tenemos debajo de la piel. Esas rayas son el profundo conflicto de la humanidad.
Las aspas del genio literario de Quiroga lograron una mixtura de todas las proteínas que alimentan la vida, sobre todo las que subyacen y que no están a la vista de cualquiera.
Horacio Quiroga (Salto, Buenos Aires, Argentina 1878-Buenos Aires, Íbid, 1937), fue diplomático, docente y escritor. Colaboró en revistas y periódicos como
Caras y Caretas,
El Hogar,
El Nacional y
La Prensa. Fue crítico de poesía y teatro y uno de los primeros reseñistas de cine. Sus relatos fueron reunidos en varias recopilaciones, entre ellas destacan:
Cuentos de amor, de locura y de muerte (1917),
Cuentos de la selva(1918),
Anaconda (1921) y
Los desterrados (1926).