Eduardo Añorve
Oaxaca.-Las doce y sereno. No pasa nada en las tierras del ejido.
La cita para el encuentro África y su Diáspora en México, que organiza y patrocina el H. Ayuntamiento de Cuajinicuilapa, es a las doce del día.
El sonido toca música norteña. Trabajadores del Ayuntamiento dan los penúltimos toques para la puesta en escena: acomodan sillas, acomodamiento mínimo; se acicalan, las mujeres; ponen a enfriar el agua de varios garrafones en ollas de plástico; riegan el pasto.
Y esperan. Esperamos.
‘Es la hora del mexicano’, justifica un funcionario de primer nivel, a las 12:15 horas, dando a entender que todavía le sobra tiempo para que se apersonen los ilustres que quiero retratar.
Mi presencia en el salón de usos múltiples a esta hora obedece a que quiero hacer fotos de los funcionarios para actualizar mi archivo de trabajo periodístico.
Y voy preparado para retratarlos, claro está. No me interesa el encuentro. Mis prejuicios me indican que es un fraude, una tomadura de pelo, un pretexto para lucirse.
Días antes, las autoridades (el cabildo en pleno) cometieron la burrada de decretar al municipio como el primer municipio afromexicano del país, aconsejados por mal pechosos o igual de ignorantes como ellos.
En 2006, el mal presidente que fue Vicente Cortés Rodríguez, impulsó un decreto para declarar a Cuajinicuilapa como el primer municipio afromexicano de México, a propuesta de un regidor perredista, con la intención de corresponder al segundo artículo de la Constitución, que pide como una condición de los pueblos del país la auto adscripción, es decir, que el propio pueblo se reconozca como tal.
Paleros del presidente y su cabildo dijeron hace días, por escrito, en el muro del Facebook del Museo de las Culturas Afromestizas, que el decreto de Vicente Cortés (por ponerle un nombre, dado que él encabezaba el cabildo) no tenía validez por no haber aparecido en el Diario Oficial del Estado de Guerrero.
Mal argumento, que los echa de cabeza, o sea: se echan ellos mismos (él mismo, el que tiene doctorado en fotocopiado, debo escribir), pues están reconociendo también que tampoco tiene validez el decreto que crea el Museo ni el que les otorga en comodato su administración, pues como él mismo escribe, tampoco apareció en el diario de marras.
La pregunta es obligada: Si no existe el Museo, por no tener validez ese decreto, ¿cómo es que está allí ese edificio y esa colección y ese todo? Y otra: Si el decreto que emitió el cabildo, bajo la batuta de Andrés Manzano Añorve, para cederles en comodato la administración del Museo, es ilegal o no tiene validez, ¿por qué ellos siguen administrándolo?
En fin. Ni ellos han de responder.
Más cautos, los del Ayuntamiento actual decidieron no presumir ahora que son el primer cabildo que emite un decreto para asumirse como el primer municipio afromexicano del país.
Ellos, los funcionarios y sus ‘ilustres’ invitados están en el palacio, hartándose un suculento almuerzo; mientras, acá, en el salón de usos múltiples, los trabajadores siguen llegando.
‘No se sabe a qué horas va a empezar esto. Hubo gente a la que citaron a las dos de la tarde’, asegura un trabajador.
No es de extrañar, así se las gasta el presidente de Cuajinicuilapa. Ha hechos cosas peores, pues.
Llega una visitante ilustre, de la hermana república de Lo de Soto, ve desierto todo esto y hace mutis (desaparece).
El premio nacional de Ciencias y Artes, en el rubro de culturas populares, siempre necesitado de reflectores, llega acompañado de sus músicos y bailantes. Es el amigo Silbestre Tiburcio Noyola Rodríguez, sannicolareño legítimo.
Las doce y media. Han quitado la música de Chogo El Bandeño por aburrida y colocan el CD del grupo estrella: Kelele Chow.
Igual de aburrido, pero a estas alturas a nadie le importa.
Llegan los grupos de danza que participarán, poco a poco llegan: diablos, artesa, apaches, chileneros, danza africana, y ya, creo.
Las 300 sillas están vacías; bueno, unas 50 están ocupadas por personal del Ayuntamiento y por algunos de quienes van a participar en el magno evento.
Un trabajador del Ayuntamiento está preocupado porque el salón está vacío y son casi las 13 horas.
‘Es el dolor –dice–, el dolor. El presidente le ha quedado mal a mucha gente a la que le prometió darle y no les dio. Nomás a su gente le está ayudando. Aquí está la muestra: lo están rechazando. Nadie viene por eso, porque les ha quedado mal, los ha tratado mal. Hay mucho dolor’.
Han terminado de colocar algunas cazuelas y unos vitroleros con comidas y aguas frescas, las que integran la pomposamente llamada muestra gastronómica. No pongo los títulos porque se van a cagar de risa. O de tristeza. Así de pinches están las cosas.
El premio nacional comienza a probar el equipo de sonido, con su guitarra. Es la una y media.
Termina la oleada de empleados del Ayuntamiento, muy correctitos, bien uniformaditos.
Acá se sabe que a esta hora, a la una y media, han llevado a los no tan ilustres visitantes a pasear al Museo, no para que les expliquen lo que se supone que ya saben, ni para lucirlo, que está muy chando ese Museo, sino para seguir haciendo tiempo en espera de a ver si ahora sí se llena el salón de usos múltiples.
Pero no, el púbico sigue sin aparecer. Unos dos o tres pelitos; todos los demás son empleados del Ayuntamiento, hasta el chayotero de un periódico que se llama El Faro de la Costa Chica.
‘Ojalá y no se tarden hasta la tarde’, dice un amigo, ‘es que las lámparas no sirven, no hay iluminación en el salón’.
‘Ojala –digo yo, para mis adentros–, porque a las dos tengo que irme a traer a un chamaquito de la escuela’.
Y pasados tres, cuatro minutos de las dos de la tarde, llega la camioneta del primer presidente afromexicano del país, manejando él mismo; se detiene y descienden de ellas sus visitantes no tan ilustres como han propalado.
Se acomodan en sus asientos. Entre ellos distingo a una visitante sí distinguida, un garbanzo de a libra, la amiga Silvia María. La saludo y me saluda.
También está el amigo Benigno Gallardo, al que saludo.
Hice malas fotos, porque tuvieron la ocurrencia de levantar un estrado frente a las narices de los de la mesa ‘de honor’, y éste me tapa sus caras y no puedo retratarlos.
Llevo prisa. Hago, dos, tres disparos con mi cámara. Malas fotos, en general. Pero me retiro.
¿A qué escuchar tanta palabrería hueca, tantos pedos de boca, tanta demagogia? Que se los huelan entre ellos.