Agencias
Oaxaca.-Pedro J. Fernández nos brinda el panorama histórico, entre la realidad y ficción, de uno de los personajes más emblemáticos de la historia de México: el general Porfirio Díaz.
En las postrimerías del siglo XIX y los albores del XX gobernó Díaz abarcando 30 años de la historia de una nación. Para algunos héroe, por abrir puertas a la inversión extranjera, para otros villano por la misma causa, pero sin lugar a dudas un hombre ordinario con un destino extraordinario.
Por esta razón, editorial
Penguin Random House por medio de su sello
Grijalbo recomienda esta novela histórica que quizá reafirme aquello que conocemos sobre el hombre más polémico que gobernó México
Fragmentos
“—Vengo de parte del obispo Covarrubias, que quiere saber si usted le da alguna garantía ahora que regresó a Oaxaca. Anda rete asustado y no sabe si quedarse aquí en la capital o jalarle pa’l norte.
—Ah, y el obispo Covarrubias es de los que anduvieron apoyando a los enemigos de la república, ¿no es cierto? Bueno, pues dígale de mi parte que no le caerían mal unas vacaciones ahí donde quiere esconderse, porque si lo veo lo voy a llevar personalmente al paredón. ¿Me oyó?”
“Ya en la Ciudad de México fui hasta Palacio Nacional, donde Sebastián Lerdo de Tejada me hizo esperar largamente antes de recibirme.
[…]
—No escarmienta, ¿eh, Díaz? Usted ya no puede hacer nada, es un cero a la izquierda. Mientras su imagen permanezca derrotada ante el pueblo, usted no será capaz de levantar un ejército, mucho menos una revolución, y yo podré gobernar este país como debe ser. Se lo advierto: no soy Juárez, no siento la simpatía que él tenía por usted; si se atreve a desafiarme, no me tentaré el corazón para fusilarlo. Este país ya es mío, pero puedo compartirlo con usted si se comporta como algo más que un mestizo de Oaxaca. Lo dejaré que haga los negocios que quiera siempre y cuando no se meta en política o milicia. ¿Estamos de acuerdo?
—Pues ya qué me queda. —respondí.”
“—Ésta es mi hija menor, general —dijo Agustina—, María del Carmen.
Me adelanté, embelesado.
—Mucho gusto, Carmelita.
Y tú compartiste mi sonrisa.
¿Recuerdas aquel momento? ¿Qué pensarías de este viejo militar con canas en el bigote y la corbata chueca? Desde luego me pareció un momento sencillo. Yo pensé que quería conocer más de esa joven a la que había visto tan brevemente. Esa noche ya no volví a soñar con la ciudad desierta, sino con la música de las estrellas. A la mañana siguiente resolví que me acercaría a ti por cualquier método que fuera posible.”
“¿Qué se supone que tenía que hacer? ¿Conciliar con criminales? A los que son ladinos hay que tratarlos igual. Sin pensarlo dos veces mandé a la tropa y a los rurales a instaurar el orden. La única forma de volver al orden público era a través de la pólvora. Al igual que en Cananea, hubo confusión; la gente corrió y murieron más de quinientos empleados. Encarcelaron a más de doscientos operarios y a 12 mujeres.
Yo vi las fotografías, a mí nadie me lo contó: los cuerpos tirados, el pavimento manchado de sangre negra, las mujeres llorando sobre los cuerpos de sus hijos y sus esposos, la destrucción que quedó, el humo de los incendios extintos, la tienda de raya hecha pedazos… Hubo que terminar la destrucción con otra destrucción. No había otra forma de actuar. Había que derramar la sangre mala para salvar la buena.”
“Me apena el destino de los mexicanos, por cuanto esperan la llegada de algún héroe que les provea un bienestar utópico y siempre son capaces de hallar un villano a quien culpar de todas sus desgracias. Es un pueblo que se nutre con las historias que mama, con las fábulas de mesías y héroes, y ahora la muerte de Francisco I. Madero será una de ellas. Es inevitable.
Ésa es la verdadera maldición de México, no saber cómo cerrar sus heridas históricas pero tampoco aprender a vivir con el dolor de un pasado en carne viva. ¿Así cómo puede mirar al futuro? Es como el niño que apenas se raspa la rodilla y se tira al piso a hacer una pataleta, sólo que ésta ha durado casi un siglo.”