Jorge Magariño
Juchitán.- El 18 de marzo de 1951, Rutilia Miniu vio cómo concluía la edificación de su casa, de dos planchas, con morillos macizos para aguantar el paso de los años, y en el alero de enfrente se colocaron canecillos ornados, de tal suerte que resultaba una primorosa fachada, justo escenario para los días por venir.
Rutilia sabía echar sabrosas memelas, las que habrían de acompañar algún guiso bienhechor y degustarse con el trabajador marido.
Años más tarde, la compañera Reyna la recibía en el molino y atendía sus requerimientos de servicio. Por las mañanas, desde la cocina salía para llevar a la adolescente molinera una taza de café o de chocolate, con su respectivo pan.
Dos años ha que Na Ruti partió a mejores rumbos, por eso no alcanzó a ver el derrumbe de su casa, aquel 7 de septiembre.
Ahora, su hija Tere Pin no piensa en reconstruir la tejabana familiar, la heredada. Por eso llamó a un leñador con motosierra para partir en pedazos una de las planchas, la otra fue llevada entre los escombros por una máquina.
En uno de los fragmentos se puede leer aquella fecha de hace 66 años. Uno de los canecillos arde en improvisado fogón bajo el comal en que se cuecen tortillas hechas con harina de maiz.
¿El horno? -se pregunta la hija de Rutilia- se quebró con el temblor. No, no me dieron el dinero ese que dicen que mandó el gobierno para las totoperas.
-¡Hago pues, sí hago totopos! La hermana de Seyla es que ni sabe hacer, pero agarró dinero.
Arde el canecillo en el fogón.