Fortino Torrentera O.
Oaxaca.- El próximo año se cumplen dos siglos y medio de la muerte del primer pintor oaxaqueño que trascendió como un genio de la pintura novohispana. Este 16 de mayo se cumplen 249 años de su desaparición de Miguel Mateo Maldonado y Cabrera, aunque nadie lo recuerda.
Miguel Cabrera murió en 1768, en Oaxaca, su tierra, solo una calle, el Centro de Educación Artística y una fundación cultural llevan su nombre y aunque su memoria sigue viva, la comprensión de su obra -que se encuentra en algunas iglesias del Estado y el país-, no ha sido objeto de estudio y difusión.
Reconocido como el pintor costumbrista mexicano más trascendente de la pintura del siglo XVIII, Cabrera nació entre 1715 y 1720 en Tlalixtac –donde apenas lo recuerdan-, aunque algunos apuntan a que vio la primera luz en la ciudad de Antequera, Valle de Oaxaca.
Se desconoce prácticamente todo de su infancia y juventud hasta 1739, fecha en que contrajo matrimonio con doña Ana María Solano en la ciudad de México. A la muerte de Ibarra, en 1756, Cabrera tomó su lugar como el pintor más importante de su tiempo y en él recayó la dirección de la academia, convirtiéndose en el eje de otros artistas como José de Alzíbar y José de Páez.
Realizó una gran cantidad de encargos para varias órdenes religiosas, para el clero secular y para particula
res durante el siglo XVIII; una de sus obras más complejas y que mejor lo representa, es el templo de San Francisco Javier, Tepotzotlán, en donde se desempeñó como artista integral. En escasas ocasiones se ha reflexionado en la factura y modelos del plan general de la obra, piedra angular en la construcción de una atmósfera idónea para la exaltación de la espiritualidad.
Para la ejecución de las obras la Compañía de Jesús se valió de diversos artistas y técnicas que concretaron sus programas iconográficos. A Nueva España llegaron pinturas, esculturas y estampas provenientes de Europa, pero los jesuitas también se acercaron a los artífices asentados en territorio americano y los mejores trabajaron para esta orden religiosa. Miguel Cabrera fue uno de ellos y destacó por su abundante producción.
Cabrera plasmó en el centro de la composición a la Virgen con el Niño, dándoles un lugar preponderante en la composición con la intención de captar la atención del espectador. Ambos bendicen a los miembros de la Compañía de Jesús, mientras el manto de María es sostenido por los arcángeles Miguel, vestido como guerrero, pues es considerado un guerrero y en especial como el jefe de la milicia celeste: princeps militiae angelorum, y Gabriel que sostiene con su mano izquierda la vara de azucenas como símbolo de pureza y castidad. Hincados y divididos en dos grupos aparecen los jesuitas, a la izquierda se encuentra san Ignacio de Loyola, fundador de la Compañía y a la derecha san Francisco Javier, santo al que está dedicada la iglesia del ex colegio jesuita de Tepotzotlán.
Dictaminó el retablo guadalupano
En 1751, Miguel Cabrera fue comisionado por el Abad y Cabildo del Santuario de Guadalupe para que dictaminara si la imagen de la Virgen de Guadalupe era o no obra de industria humana. Cabrera encabezó un equipo que reunía a los pintores más reconocidos de la época: José de Ibarra, Juan Patricio Morlete Ruiz, Francisco Antonio Vallejo, José de Alzíbar y Manuel Osorio.
El dictamen de Cabrera, acompañado de la opinión de los demás pintores, fue impreso en la ciudad de México en 1756, mismo año en que fue realizado dicho lienzo que seguramente está tomado de una de las tres copias realizadas en 1752 por el propio Cabrera. La obra respeta en todo al modelo original, incluyendo los ciento veintinueve rayos que rodean a la figura. El cuadro se encuentra integrado al retablo del crucero del lado del Evangelio dedicado a la Guadalupana.
Por ello es el primer artista oaxaqueño caracterizado por ser uno de los máximos exponentes de la pintura barroca del virreinato, su legad está presente en el amplio acervo que dejó sobre el tema mariano, y más concretamente la Virgen de Guadalupe.