Guadalajara, Jal.- Una vez más, en una nueva instancia, puedo reiterar ahora, en público, mi gratitud por México, que desde aquel año, 1974, fue primero generoso amparo y rápida fuente de amistades, muchas, y constantes. Agregaría ahora que, quizá por estupendos que sean los premios, hay una cosa que los acompaña y que los supera, y es el contacto con los amigos viejos y con los amigos nuevos, que ya son muchos.
Como la apertura de este país refinado había comenzado por acoger a los exiliados españoles, uno de nuestros primeros amigos al llegar en ese año bastante importante para la vida del Uruguay, el 74, fue cuando se interrumpió la democracia. Fue un matrimonio español exiliado que había llegado bastante antes a México y que inició esa cadena de relaciones fundamentales y entrañables entre los que han padecido una misma situación más o menos duradera, más o menos trágica o incómoda; en mi caso fue un, simplemente, el interrumpir una vida que no era cómoda cuando había una prisión que se ejercía de manera poco injustificada sobre culpables y no culpables, unos y otros. Lo mucho bueno que México le estaba dando a los exiliados, a los que se habían anticipado, no fue revertido, y eso se constituyó en una costumbre que ya había cambiado de contenido, pero que prosigue hasta hoy: la presencia de México, las muchas cosas distintas que le he ido debiendo, como supongo que todos los que llegaron este país, en distintos momentos, y fueron acogidos y recibidos tuvieron la mayor felicidad que un exiliado puede tener, que es el de ser integrado como alguien más que puede formar parte de una cultura, de un modo de vida, de una felicidad compartida; naturalmente, yo no llegué sola, llegué con Enrique Fierro, mi marido, que ya hace tres años que no está, y teníamos que sumar uno por su lado, otro por otro, nuestras respectivas gratitudes. Las ofertas de la generosidad son siempre infinitas, diferentes e inolvidables desde la más necesaria, que es el tener un modo de vivir durante años y otra no menos, un poco distinta y quizá más importante, que es dar la oportunidad de que el que llegue haga lo que debe hacer, lo que puede hacer de la mejor manera posible. Yo quería leer, yo quería escribir, y esas oportunidades México me las dio generosamente. Cuando digo México, y estoy en Guadalajara, que yo no conocía en ese momento, ustedes entienden que estoy hablando de la misma cosa, una cosa que para mí empezó muchos años antes de cuando era estudiante, y cuando toda la base de la enseñanza de los libros que teníamos venían fundamentalmente de México; con esto que me disculpen si estoy omitiendo nombrar otras editoriales, pero el Fondo de Cultura Económica era lo que llegaba, fue lo que era la base de la biblioteca que necesitábamos como estudiantes un poco ya en la universidad. ¡Me alegro mucho!, sumo mi aplauso al Fondo. Al cual le deseo una larga y próspera y mejor, si es posible, vida, y cuando digo el Fondo, integro todas esas pequeñas editoriales que llegaban, y que eran de pronto las que llegaban llevando la poesía, la poesía mexicana, porque no todos fueron publicados por el Fondo. Con los años uno aprende a simplificar, porque es más fácil abrazar y llevar consigo la gratitud, que ustedes saben que no termina, que parece prolongarse hasta este momento, y que ojalá muchos otros latinoamericanos reciban, como pude recibir yo.
Por lo menos espero haber sido breve. Como me salí un poco del jacal olvidé que una cosa básica, y que es una obligación feliz para mí, es nombrar algunas de las gentes, algunas de las que me acompañaron, involuntariamente, desde arriba en estos casos. Inicialmente hubo un gran maestro del periodismo que fue para mí el maestro Batis, quien como director o colaborador fue un espléndido jefe y maestro de periodistas, que me acogió con infinita paciencia, aunque rezongaba un poco a veces por mis derivados, cuando me ponía a hablar de cosas que él suponía que no eran muy importantes. Escritores, amigos, a veces no mexicanos, y, obviamente, otro gran hombre: Octavio Paz, un gran hombre con un magisterio discretísimo y una acogida elegante, generosa, disimulada, magistral, pero discreta, discretísima. Octavio nunca firmaba algo sin decir: “¿Están de acuerdo?”; eso que quizá no sea la imagen que más trasciende, es la que yo guardo con más fuerza, quisiera convencerlos a todos que Octavio no sólo era un gran maestro, sino, un humano generosísimo. Gracias en él a México.
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