Por Salvador Hernández.
Hace cuarenta años conocí Zipolite por primera vez.
Lo atrayente, en aquellos antineoliberales años, era su playa nudista, donde llegaban desde jipitecas, botella de mezcal en mano y churro de marihuana entre los amarillos dientes, hasta malandros ruidosos de todo los extractos sociales. Contrastando con las hermosas musas, que deambulaban por la pasarela de fina arena: Suizas, italianas, alemanas, inglesas y francesas.….La representación más “convincente de la ONU”, en el ya de por sí, pluricultural Estado de Oaxaca.
“Zipolais" era el centro del reventón por excelencia. Tiempos lejanos al sida y la narcocultura. Cuando Caro Quintero, quizá estaba cosechando sus primeras matas de mota. No había muertes violentas, aunque Zipolite quiera decir “Mar de Muertos”, las únicas víctimas eran nadadores “experimentados” que osaban nadar mar adentro, de donde a veces no existía retorno. Sólo un adiestrado perro pastor alemán, era la esperanza para los que estaban a punto de morir ahogados en el remolino de “Roca Blanca”.
Un trapo rojo, suspendido en una rama seca que nadie tomaba en cuenta, era la advertencia de un mar abierto sin concesiones, ya que los salvavidas de la marina, sólo se limitaban a mirar a los que estaban a punto de sucumbir en las verdosas aguas del Pacífico, y a las güeras encueradas ¡por supuesto!. No cabían los actos heroicos y ni los atléticos surfistas entraban al quite.
En una ocasión, que estaba a punto de ahogarme, con los delirios alucinantes de un moribundo, un extranjero, calvo y de baja estatura, me salvó la vida, sumergiéndose en el agua y empujándome por la cintura, hacia la playa. A lo lejos, veía las borrosas imágenes de los curiosos. Por fin, de interminables minutos entre la vida y la muerte, toque tierra firme. donde permanecí horas tirado en la arena.
Al extranjero, jamás lo volvía a ver; nadie lo conocía o había visto. En la noche, mi amigo “Matador” y yo, nos tomamos una botella de bacardí blanco en su honor, celebrando mi “renacimiento” hasta pasada la medianoche.
Vale mencionar que no había ni alumbrado público, ni restaurantes de lujo, ni hoteles, ni bares exclusivos; a las dueñas de las palapas donde vendían comida y bebidas les llamaban "tías", aunque no nos ligara parentesco alguno. Los motivos para para salir de Zipolite eran pocos: comprar pescado o adquirir los productos más elementales. Caminábamos a Puerto Ángel donde vendían barrilete, suficiente para comer cuatro días, ya sea en caldo o frito. Para ir a Pochutla, tomábamos un taxi colectivo en el mismo puerto. Ahí había un mercado, además de una caseta para hablar por teléfono.
Lo primero que hice cuando llegué la primera vez a Zipolite, fue buscar un lugar seguro, donde dejar mi sleeping bag, y una hamaca para descansar. Alguien me señaló el final de la playa, “ahí está ‘El Arca de Noé´ de la ‘Tía Gloria’, donde podrás descansar, y si quieres, también comer. Todo es vegetariano”.
Deje mis cosas en una cabaña, desde ahí se podía ver a todo lo largo y ancho la playa de Zipolite, sólo el acantilado que resguarda la “Playa del Amor” al otro extremo, limitaba la hermosa vista. Unas cuantas cabañas y algunas personas caminando cerca de las desenfrenadas olas, era la postal más común.
En el “Arca de Noé” no se vendían refrescos, ni alcohol, sólo agua de frutas. Me llamó la atención un pequeño retablo, adornado con conchas marinas, ahí, se encontraba la urna con las cenizas de la hija de la propietaria. La fotografía de una bella joven, adornaba el sencillo altar.
Todo era armonía y espiritualidad, menos cuando la méxico-norteaméricana, salía de viaje y su hijo, organizaba veladas de antología, dándole un giro de trescientos sesenta grados al ambiente naturista. Desde el mediodía, un pizarrón anunciaba las viandas disponibles a partir de las ocho de la noche; el agua de frutas naturales, estaba fuera del menú. La dionisiaca velada culminaba con un espectacular amanecer. La hermandad "zipolitera" estaba en conjunción con la naturaleza.
A un lado del "Arca de Noé", Mauro como buen pescador, tenía una cabaña en la punta de un mogote, que con la ayuda de un catalejo, era el primero en ubicar quien llegaba a la playa nudista. Lo que a Mauro menos le interesaba era el flujo turístico. La estética de las extranjeras, era lo primordial.
Pasaron los años……hace poco volví. Confieso que me desubiqué por completo, ese lugar ya no era el Zipolite que conocí en los setentas.