Por Salvador Hernández.
Oaxaca.-Cuando era niño, mi tío Benjamín acostumbraba llevarme al Lunes del Cerro. Era imperdonable que como oaxaqueño, no asistiera a la mayor fiesta popular. La Guelaguetza.
El único requisito para acceder a la Rotonda de la Azucena- como se llamaba entonces-, era llegar a buena hora; los bailables de las delegaciones indígenas iniciaban a eso de las once de la mañana.
Las carpas de la cervecería Modelo se instalaban a un lado, donde vendían, aparte de las conocidas victoria y corona, barbacoa de chivo, servida en platos de barro. Los mariachis amenizaban el ambiente.
Pero mi tío, su esposa y el pequeño Emilio, mi primo, nos adentrábamos a la arboleda de jacarandas, guajes y pirules. Ahí prendíamos una pequeña fogata, y tendíamos unos manteles bordados sobre el césped.
Las tortas de pan amarillo que había preparado la Tía Licha con queso, quesillo o chicharrón con chiles en vinagre, eran simplemente ¡deliciosas! Para pasarlas, había Barrilitos. Yo prefería el Rojo de grosella, también había de piña y tamarindo.
Por la tarde, había palo encebado, al que los chicos de mayor edad, trataban infructuosamente de subir, para llevarse los regalos que se encontraban en la parte más alta.
A esas alturas, el tío Benja y sus amigos, -y las tías Ana y Carmen, que se habían incorporado al picnic-, reían a carcajadas. También mis primos y yo nos divertíamos jugando a los vaqueros, escondiéndonos detrás de los árboles o rodando sobre el pasto.
Avanzada la tarde, ayudamos a recoger los trates de loza y peltre, que yacían esparcidos junto a las botellas de ron potosí con forma de barril y un loro plasmado en la etiqueta.
Todos bajamos felices del Cerro del Fortín, unos comiendo algodón azucarado o manzanas embarradas de caramelo. Los adultos con vasos de ron.
La lluvia nos había mojado a todos, pero eso, era pecata minuta.