Salvador Hernández
Si alguien fue protagonista de la “ruptura”, ese fue Rufino Tamayo, ya que los “tres grandes del muralismo” (Diego Rivera, David Alfaro Siqueiros y José Clemente Orozco), habían “construido su muro de nopal”, entre sus murales postrevolucionarios y la obra de oaxaqueño. Rufino Tamayo, a secas, porque nunca quiso adoptar el apellido Arellanes, del padre. Nació en la ciudad de Oaxaca, cerca de un bar, que actualmente goza de más fama, que la casa de la calle de Humboldt donde nació en 1899, el ilustre artista.
El Maestro Tamayo, fue un errante admirado en cada ciudad o país que pisaba: Pittsburg (EUA), Sao Paulo, Brasil, Manila, Florencia, Italia, Israel, Argentina, España: legionario, comendador, Honoris Causa en las universidades de: California, Veracruz, y la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM); sin ser atleta, lo consagraron con las medallas: Albert Einstein, la de “Oro, Rey Juan Carlos”, la “Obra al Mérito en Italia”, y en México con la presea Belisario Domínguez. Además de nombrarlo “Miembro Número Uno de la Academia Nacional de Argentina”. Entre otros premios.
Debo reconocer en mi contra que su pintura me fue indiferente por un tiempo, una mala educación visual y estética, me impedí a ver la pirotecnia de sus colores “tierra”, y los variantes matices de ocres, grises y azules que variaban, como canteras y adobes bañados por la lluvia. Siendo ya un adolescente, en el puesto de sus tías, en mercado de la Merced, de la ciudad de México, los colores frutales enriquecieron su paleta.
Su universal pintura traspasaba la atmósfera, para recrearse en el cosmos “La Gran Galaxia” (1978), el “El Universo” (1982), y “El Hombre ante el Infinito” (1950), son algunos ejemplos. O mujeres dormidas plácidamente en un desierto de ignoto ¿El mundo rulfiano plasmado en la plástica tamayesca?
Tamayo, como protector de Francisco Toledo, le aconsejaba que no se metiera en “cosas de política” pero contrario de lo que se piensa, Rufino, no era un fariseo pro-gringo, como lo catalogaban sus adversarios. Cuando le preguntaban sobre el tema, respondía: “siempre he sido libre, premisa para quien quiera ser un verdadero artista-y subrayaba-, no dependo de los norteamericanos ni de los políticos mexicanos”. Lo anecdótico, es que éstas palabras las dijo a un medio regiomontano, en los años ochenta del siglo pasado, cuando esa ciudad y todo el Estado de Nuevo León, se consideraba el sostén económico de México, y por supuesto, con una gran influencia yanqui.
Por el contrario, le molestaba que el arte no fuera popular, “porque los cuadros son muy caros en este sistema capitalista que vivimos”, refiriéndose lógicamente a las galerías. Algo que su joven amigo, “Chico” Toledo, sí pudo concretizar con la abundante gráfica que realizó en vida.
Aunque la política no era lo suyo en Rufino Tamayo, su obra “Niños Jugando con Fuego” (1947), hace una crítica “futurista” que nos habla de “un México corrupto, donde predominan la corrupción, el oportunismo y la impunidad, principalmente, por las clases dominantes”. Afirmaba.
Sin embargo, y a pesar de ser un triunfador ermitaño, él amaba su terruño. En cierta ocasión, cuando un grupo de estudiantes íbamos a terminar un curso en el Centro de Idiomas de Universidad “Benito Juárez” de Oaxaca (UABJO), le llamamos por teléfono para que fuera nuestro padrino de graduación. Me respondió su esposa Olga, “seguramente aceptará, porque nunca ha sido padrino de nada en Oaxaca, búsquenlo cuando vaya a la Guelaguetza”.
En otra ocasión, un compañero pintor, superando su timidez, le pidió un autógrafo, él gustoso accedió, aunque en realidad se le veía feliz porque en pocos minutos el gobierno de Oaxaca le iba a hacer un homenaje enfrente de la catedral, donde ya se encontraba un castillo de fuegos pirotécnicos coronado con su nombre, veía disimuladamente para todos lados, mientras Olga lo reconfortaba mientras plasmaba el autógrafo. “Ya ves, para que eres tan famoso”. Vale señalar, que después de su muerte, quizá en dos ocasiones más, se repitieron los homenajes al Maestro Tamayo. Para después archivarlo en el baúl político del olvido.
“El Museo de Arte Prehispánico es un regalo que le hago a mi tierra, Oaxaca, y el Museo de Arte Contemporáneo en la ciudad de México, es para todo el país”. Sobre el Museo Prehispánico que lleva su nombre decía, “son piezas únicas”. Y en realidad, cuando vi por primera vez, unas piezas precolombinas haciendo el acto sexual, en un recinto que había sido El Palacio de la Santa Inquisición en la época colonial, me dio una “insana” alegría. “Justicia Divina” fue lo primero que se me ocurrió.
Al igual que Francisco Toledo, Rufino Tamayo sufrió la decepción de instituciones oaxaqueñas a las que sentían pertenecer y dieron todo lo que les fue posible, para el primero, la Coalición Obrero Campesina Estudiantil del istmo (COCEI), y para Rufino, la escuela de Bellas artes de la UABJO, donde fue prácticamente expulsado por la grilla de los maestros sindicalizados.
Otras obras conocidas a nivel mundial son:. “Fraternidad o El Fuego Creador” (1968), “Mural donado por el gobierno de México a la ONU”, y “Retrato de Olga” (1964), que, por cierto, cuando el pintor firmaba sus trabajos, plasmaba una O, en honor a su “media naranja”. Otras obras icónicas del legado tamayista son “Tres Personajes” (1970), y “Animales” (1941), pero hay muchas, muchas más con las que yo me quedaría.
En mil novecientos sesenta y cuatro en el vestíbulo Torres Bodet, del Museo Nacional de Antropología pintó el mural, “Dualidad”, a la edad de sesenta y cinco años. Los videos que se conservan, dan fe de la vitalidad que gozaba el maestro oaxaqueño. Esto se debía seguramente a su rigor, como el mismo aseguraba: “Trabajo ocho horas diarias, soy el pintor más disciplinado de México”.
Como en la poesía, Tamayo sabía plasmar esos dejá vú, que llevamos dentro, pero no podemos exteriorizarlos; ahora los “tamayitos”, abundan como los “tamales oaxaqueños” o el “queso Oaxaca”.
Dentro de la vendimia, “El Trovador” (1945), lleva el record con siete millones, doscientos mil dólares; “Perro Aullando a la Luna”” (1942) en cinco millones, ochocientos setenta y tres mil dólares y “Sandias” (1968), en seis millones de dólares., principalmente subastadas en la galería neoyorkina Sotheby´s. Todas, vendidas después de la muerte en 1991 del artista plástico.
Creo que al igual que la obra, el espectador va madurando a medida que va educando la vista, pero, sobre todo, quitando las prejuiciosas telarañas, que la publicidad barata, nos impide apreciar de las verdaderas obras de arte.
Rufino Tamayo, como Edmundo Aquino, Miguel Cabrera, Rodolfo Morales, Rodolfo Nieto y Francisco Toledo, viven en nuestras mentes con sus esfumados, tierras ocres, óxidos, rojos, texturas y esgrafiados, han dejado un legado difícil de superar, pero no imposible. Por el bien de Oaxaca y los amantes de las artes visuales.
Cabe decir que, Tamayo es muchos Tamayos, que lo persigue un estilo que podemos reconocer en cualquier lugar, pero son diferentes en su esencia. Un día, charlando con un amigo, me confesó que su cuadro preferido era “El Hombre Sonriente” (ignoro si existe una obra intitulada así), pero nunca me imaginé –continuó-que me iba a encontrar a los empleados de un museo que la llevaban cargando” “Me sentí tan feliz porque el cuadro que más me gusta de Tamayo, había pasado a unos centímetros de mí”.
Algo parecido me sucedió, conozco una obra de Tamayo que hasta podía hacer un bosquejo mental de ella, pero no sabía su título, creía hasta hace poco que se titulaba “Éxtasis del Color”. Después de una intensa búsqueda, y a punto de desistir, supe que dicha obra en realidad se llamaba “Hombre Radiante de Alegría”, creada en 1968. No sé, ahora cómo llamarle, si por costumbre “Éxtasis del Color”; por su nombre verdadero, o como “El Hombre Sonriente”, que tanto le gusta a mi amigo.
Lo que sé, es que hay otra faceta que el artista nos reta a descubrir: “La Arqueología Tamayiana”. Consistente en observar su obra, no como algo concluido; sino escudriñándola con ojos críticos, como cada quien guste disfrutarla. Quisiera pensar que Michael Foucault, estaría de acuerdo con mis devaneos.
Concluyo, como a la buena literatura, la obra de Tamayo hay que reobservarla de vez en vez. Seguramente en cada indagación, se descubran nuevas sorpresas estéticas.