Salvador Hernández.
Oaxaca.-El octogenario Pascual Gutiérrez y González, enviudo en la plenitud de su vida, heredando todos los bienes que le dejó su esposa, Sarita Inmaculada y Flor de los Ángeles Borbolla; según las lenguas viperinas, la casta mujer murió de tristeza, al naufragar el amor del capitán Valverde por la culpa de unas ondulantes curvas, provenientes del mar caribe. Cuenco que no pudo llenar ni Pascual, ni otros pretendientes, interesados más por su cuantiosa riqueza, que por sus atributos físicos.
Por las mañanas, después de despedir a Chonita, la señora que hacía la limpieza dos veces por semana. El decano abogado almorzaba algo ligero, se ponía sus mejores galas, mientras escuchaba música de Joplin Scott y Jelly Roll Morton. Por las noches, si era fin de semana, asistía a los centros nocturnos. Con la intención de ponerse al corriente con ministros y jueces en activo. Algunas madrugadas, terminaba libando en un exclusivo reservado con el señor gobernador o el excelentísimo arzobispo Santiago Carreño (san-trago carroña, para sus detractores).
Entre semana, lo visitaba Pristina Añorve Noroña, vieja amiga de la universidad, alumna de alta nota, y burócrata incorruptible durante más de treinta y cinco años, tiempo suficiente para marcar en su rostro, una impronta amargura, mal disimulada. Pecata minuta para el jurisconsulto, no así, el puritanismo que sustituía a la joven incandescente que conoció en sus años mozos.
Los jueves al mediodía, Casandra Villalobos atravesaba el zaguán y el patio principal, cantando y contorsionándose –mientras el eco de sus tacones, resonaba por la casa entera-, hasta llegar al jardín, donde “Pascualito” se encontraba; hetaira de millonarios, magistrados y políticos de “carrera”; sabia combinar su vida marital, con sus aventuras amorosas. “¿Amorcito, ya comiste?, te deje la pechuga como a ti te gusta en el refri…”. Hablaba en su celular, mientras un Malboro rojo colgaba entre sus dedos. El abogado tomaba su tequila en una copa cognaquera, mientras con la otra mano tomaba un puño de cacahuates con sal de chile piquín. No dejaba de mirar las apetitosas nalgas de Susana. Las mismas, que vio ondular por primera vez en el despacho de Ponciano Trancaz.
Sus recuerdos lo llevaban a sus años de litigante insumiso, defensor de rateros y defraudadores de poca monta. Y éstos recuerdos, a las palabras de su maestro de Derecho Constitucional “Como licenciados no pretendan volverse ricos, mejor métanse de meseros…”. La música de “The New Orleans Rhythm”, y “Falling” de Gene Rodemich seguía sonando.
No le faltaron motivos para enredarse con algunas alumnas. Cuando fue catedrático de latín, una chica de ojos claros y rizada cabellera, en agradecimiento por aprobarla sin merecerlo, le mandó por Instagram un video, mostrando sus senos de ébano y una dentadura perfecta. Sin embargo, sus torpes movimientos de una danza para él desconocida, lo decepcionaron. “Quién fuera ´Jaqueline Voltaire´”, murmuró, recordando a la exótica bailarina del “Blue Beach”.
Borró el video, no sin antes susurrar una lapidaria frase: “Nec prostibuli, nec castae”.