Ilustración y texto: Salvador Hernández
Oaxaca.-Vio tres eclipses de sol, el primero, al lado de unos chamanes en las pirámides de Talakmul, otro, con los tatamandones mixtecos de Yagul. El último, en la parte más poniente de México. Punta Cometa, con unas extranjeras escandinavas, que bajo el influjo de sus palabras y algún enervante de por medio, las inició en la entrega corporal al dios Huitzilopochtli, encarnado, por supuesto, en su persona.
Sobrevivió a varios terremotos: regresó a su eterno reposo, los restos que expulsó un muro lleno de nichos en el panteón principal, constancia de una epidemia que arrasó a miles, en 1918. En pleno fenómeno telúrico y ahogado de borracho, trató de levantarse, aferrándose a una mujer desnuda y despavorida trataba de zafarse, algo que no logró, hasta que término temblor. Sin proponérselo, ambos salvaron el pellejo, ya que el zaguán de la vieja vecindad se vino abajo, matando a todos los inquilinos que trataban de alcanzar la calle, incluyendo a la propietaria del inmueble. Milagrosamente, el cuartucho de adobe se mantuvo en pie, no así la cercana parroquia, donde feligreses y hasta el mismo párroco que oficiaba la “misa de doce”. Fallecieron.
Presenció epidemias, convertidas en pandemias, debido “a que la gente no tiene quietud. Y anda de aquí para allá, con tal de encontrar paz a sus almas y, gastar el dinero que le sobra”. Los virus se expanden como chismes twitteros.
Según sus palabras: “…la última, fue una vil falsedad, ya que los países ricos competían entre sí, para mantener la supremacía mundial. No importando las muertes que fueran necesarias”. Ya que como se decía en algunas batallas que participó: “Para ganar una lucha, hay que sacrificar a algunos compañeritos”. “En éste caso, los mayores de sesenta, y los pobres de los pobres pagaban la cuota, algún riquillo, enfermo de otra cosa, lo agregaban en la numeralia, para cubrir las apariencias”.
No le pasó por alto, que el caudillo en el poder, no tomara las precauciones sanitarias que dictaba a sus subalternos y, éstos, a la vez, a los de más abajo. Ni que las naciones que no tenían minerales valiosos, recursos naturales o playas hermosas, no se hubiera contagiados o muertos. ¿O los habitantes de África y Haití no existían para la prensa mediática? A los países aliados -de izquierda o derecha-, siempre que tuvieran con que pagar, llegaban dinero y medicinas en forma inmediata.
En tiempos recientes, las llamadas pandemias, se hicieron tan comunes como estaciones tiene el año. “Era lo clásico” cuando una potencia caía en desgracia y sus oligarcas empresarios exigían a sus endeudados gobernantes, que “pusieran orden”.
Cambió su nombre al de Camacho, en honor a un zapatero que de escuincle le enseñó mañas y secretos de la vida; por las tardes, se la pasaba charlando con el viejo de gafas y nariz chata, “medallas de juventud”-decía el anciano. Mientras hablaba, un puñado de clavos sobresalía de sus carnosos labios, al tiempo que remachaba suelas y tacones con un pequeño martillo. Lo que más le llamaba la atención, eran unos alacranes colgados de las viejas vigas, carcomidas por las polillas. Algo le decía, que eran más que “amuletos de la buena suerte”.
Camacho, se paseaba por las ensimismadas calles de la ciudad, donde por fin se podía respirar aire puro, se sentaba en algún parque con un termo de café cargado, y leía alguna novela de las tantas que por años habían aguardado en los estantes empolvados. Ya sea porque tenía que trabajar para mantener a los críos, o porque andaba tras de una mujer que le robaba el seso, y no cejaba en su propósito hasta tenerla en su catre, motel, hotel de paso o lujoso apartamento. Según estuviera la situación. Alrededor suyo, palomas picoteaban el suelo, y las ardillas bajaban sin rubor los árboles, mientras, un águila real, avistaba desde la punta de un pino.
Después, vino la prole de nietos, bisnietos, y más hijos…que ya no sabía si eran suyos o se los habían endilgado alguna de sus temporales amantes. Ninguno se le parecía, ni en lo físico ni en los modales.
En los tianguis o mercados le tenían buena lid, su patriarcal figura se imponía en puestos de barbacoa o pulquerías de mala muerte, atestadas de personajes provenientes de los cofines más dudosos del mundo subterráneo Ahí se enteraba de los últimos decesos, nacimientos, amasiatos y separaciones; le gustaba convivir los tragos con “El Puro Lino” y Mondragón, viejos teporochos que en sus mejores tiempos lucían a las mujeres más bellas. Al último, le habían cortado una pierna por tener pie diabético. Sin embargo, se le veía feliz. Posiblemente, porque usaba un carro de pedales, que por alguna extraña razón manejaba en contra circuito. Con una grabadora de pilas, adherida a un plotter de campaña, que la hacía de toldo.
La última guarapeta de Puro Lino, le duró mes y medio con lo que recolectado “para pagar los funerales del “Cojo Mondragón”. Al supuesto occiso no le molestó el infundio, sino que el malandro no compartiera parte de la recolecta.
De regreso, Camacho pasaba por la zona roja, que paradójicamente y en tiempos de pandemia, había más chicas que de costumbre. Y eso que las sacrosantas autoridades municipales, pasaban por las solitarias calles de la ciudad “exhortando” a los ciudadanos y ciudadanas, a que se refugiaran en sus casas, mínimamente un mes.
Saludaba con beso y efusivo abrazo a Julieta y a la Culichi. Por las noches, pasaba por alguna de ellas para cenar tacos, pero con la cuarentena, hasta el Güero había cerrado su puesto ambulante. Se tenían que conformar con unos cafés aguados y una mulita “para llevar”, de uno de los Oxxos, que a toda hora estaban abiertos.
Se pararon en el puente unos instantes, el agua se había limpiado debido a la erradicada contaminación, la luna de esa noche, se reflejaba total en el relajado rio de mayo.