Salvador Hernández.
Hace cuarenta y cuatro años, conocí Zipolite por primera vez.
Lo atrayente, en aquellos antineoliberales años, era su playa nudista, donde llegaban jipitecas, -botella de mezcal en mano y churro de mota entre los amarillos dientes-, y malandros de los más lejanos confines, contrastando con las musas, que desnudas deambulaban por la blanca alfombra de arena: suizas, italianas, alemanas, inglesas o francesas. La representación más convincente, que la ONU no estaba en la “Gran Manzana”. Enriqueciendo de razas y lenguas, el ya de por sí, pluricultural estado de Oaxaca.
“Zipolais" era el centro del reventón por excelencia. Tiempos lejanos al sida. Cuando Caro Quintero, posiblemente, estaba cosechando sus primeras matas de marihuana.
A pesar que Zipolite significa “Mar de Muertos”, las únicas víctimas eran nadadores, que osaban nadar a donde no existía retorno.
Sólo un adiestrado perro, era la esperanza para los que estaban a punto de morir ahogados en el remolino de Roca Blanca.
Un trapo rojo, amarrado a una rama seca, era la advertencia de un mar abierto sin concesiones, ya que los “salvavidas” de la marina, sólo se limitaban a mirar a los que estaban a punto de sucumbir, en las verdes aguas del Pacífico; y a las güeras encueradas ¡por supuesto! No cabían los actos heroicos, ni los atléticos nudistas entraban al quite.
En una ocasión, a punto de ahogarme y con los delirios de un moribundo, un extranjero calvo y de baja estatura, me salvó la vida, sumergiéndose en el agua y empujándome por la cintura hacia la playa. A lo lejos, veía las borrosas imágenes de los curiosos.
Después de luchar entre la vida y la muerte, pude tocar la arena con mi dedo gordo. Al quite entró mi amigo “El Matador”, y después de ardua lucha con Neptuno y sus huestes, llegamos a la orilla del mar, donde permanecimos horas tirado en la arena.
En la noche, “El Matador” y yo, nos tomamos una botella de Bacardí para celebrar nuestro renacimiento. Al extranjero jamás lo volvimos a ver. Por mas que preguntamos por él, nadie pudo darnos alguna señal de su existencia.
Vale mencionar que no había alumbrado público, restaurantes de lujo, ni hoteles o bares exclusivos como ahora, a las señoras de las palapas que vendían comida y bebidas les llamaban "tías", aunque no existiera parentesco alguno.
Los motivos para salir de Zipolite eran mínimos: comprar pescado o productos muy elementales. Caminábamos a Puerto Ángel donde vendían un pescado de carne negra, llamado barrilete, con uno, era suficiente para comer cuatro días, ya fuera en caldo o frito.
De puerto Ángel a Pochutla, se tomaba un colectivo. En Pochutla había un mercado y una caseta telefónica en el interior de una tienda. La que nos comunicaba con el mundo exterior.
II) “El Arca de Noé”
La primera vez que fui a Zipolite, busqué un lugar donde dejar mi sleeping bag y una hamaca para descansar. Alguien me señaló el final de la playa, ahí estaba “El Arca de Noé” de la Tía Gloria, donde si deseabas, podías comer, sólo comida vegetariana.
Deje mis cosas, desde ahí podía ver todo lo largo y ancho de la playa, sólo el acantilado que resguarda la “Playa del Amor” al otro extremo limitaba la hermosa vista. Unas cuantas cabañas y algunas personas caminando cerca de las desenfrenadas olas, era la postal común.
En el “Arca de Noé” no se vendían refrescos, ni alcohol, sólo agua de frutas. Me llamó la atención un pequeño retablo, adornado con conchas marinas, ahí, se encontraba la urna con las cenizas de la hija de la propietaria. La fotografía de una bella joven, adornaba el sencillo altar.
Todo era armonía y espiritualidad, menos cuando Gloria salía de viaje, y su hijo organizaba veladas de antología, dándole un giro de trescientos sesenta grados al ambiente naturista. Desde el mediodía, un pizarrón anunciaba las viandas disponibles a partir de las ocho de la noche; el agua de frutas naturales, estaba fuera del menú. Las dionisiacas veladas culminaba con un espectacular amanecer. La hermandad "zipolitera" estaba en conjunción con la naturaleza.
A un lado del "Arca de Noé", Mauro como buen pescador, tenía una cabaña en la punta de un mogote, que, con la ayuda de un catalejo, era el primero en ubicar quien llegaba a la playa nudista. Lo que a Mauro menos le interesaba, era el flujo turístico. La estética de las extranjeras, era lo primordial.
Pasaron los años, hace unos años volví. Confieso que me desubiqué por completo, ese lugar ya no era el Zipolite que conocí en los setentas.
Lo peor de todo, es que no encontré hoteles a menos de quinientos pesos.
Aunque Zipolite se ha vuelto un destino turístico, debo reconocer que mi corazón quedó en el fondo del mar, cuando a punto de morir “vi” a mis seres queridos. Por lo que no pienso dejar de ir. Zipolite tiene ese encanto que no tienen otras playas que le circundan.
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